¿Es razonable creer en la reencarnación?

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En algunos ambientes de occidente se ha puesto de moda creer[1] en la reencarnación, pero ¿es razonable hacerlo?

Cuando se analiza el tema, se concluye es que una creencia bastante reñida con la razón…

En este artículo nos planteamos la cuestión del fundamento necesario para dar algo por verdadero, consideramos algunos puntos no razonables de esta doctrina y por último, su absoluta incompatibilidad con el cristianismo.

Una cuestión de fundamento

La inteligencia acepta como verdadera alguna realidad sólo si tiene motivos que hacen razonable tal aceptación. Así resulta obvio que no es razonable aceptar como real lo que carece de fundamento racional.

Que algo sea razonable, no garantiza su existencia; pero si es irrazonable -contrario a la razón- seguro que no es real.

Una persona es libre de tener deseos, gustos o teorías infundadas; pero es importante distinguir entre los conocimientos que tienen fundamento racional e ideas que más bien pertenecen al campo de la fantasía.

En principio disponemos de cuatro fundamentos sobre los que apoyan nuestro conocimiento:

–          hay cuestiones que son evidentes: están patentes a los sentidos o la inteligencia –se ven-. Así, por ejemplo aceptamos que esta flor que tenemos delante es amarilla o que el todo es mayor que la parte.

–          hay conclusiones de razonamientos lógicos, basados en premisas ciertas. Así llegamos a conocimientos por deducciones, inducciones, demostraciones por el absurdo, etc.

–          hay afirmaciones verificables empíricamente.

–          hay conocimientos que se aceptan por fe: basados en el convencimiento de que es razonable confiar en quien nos comunica lo que creemos. El fundamento del conocimiento de fe es el conocimiento directo que tiene de la realidad quien me lo trasmite -a quien le creo- y la racionalidad de lo que creo.

Éste último es el caso de la mayoría de nuestros conocimientos humanos: no nos hemos tomado el trabajo de verificar las fuentes, demostrar lo afirmado, etc., pero la confiabilidad de la fuente, los hace válidos.

También es el caso de la fe sobrenatural: la religión revelada se fundamenta en la revelación que Dios ha hecho. Habrá que verificar la razonabilidad o no del fundamento de esa fe, pero en principio y en general, es razonable aceptar el testimonio de otro que inspira confianza (más si se trata de Dios). El salto de la fe aparece aquí: creo eso que no veo, porque confío en quien me lo revela, que es sincero y no me engaña. Pero eso que creo debe ser razonable: si no lo es, no podré creerlo.

Por el contrario, no parece razonable tener por ciertas afirmaciones que nos son demostrables racionalmente, ni verificables empíricamente, ni se basan en el testimonio digno de confianza de quien lo conoce de primera mano.

Éste es el caso de la reencarnación. Se trata de una creencia que no tiene ningún fundamento racional, ni pretensión de haber sido revelado por un ser superior. A veces se la quiere sustentar en el testimonio de personas que dicen tener conocimientos procedentes de vidas anteriores. En todo caso, aún el caso de que esos conocimientos fueran reales, no demostraría nada (sólo mostraría que tienen esos conocimientos), lo demás sería una interpretación de esos hechos, que no es posible verificar, ni tiene una revelación que lo sustente.

Flaquezas racionales

Para poder creer en algo, debe ser razonable. Es decir, no resulta lógico aceptar como verdades asuntos que no son racionales, porque contienen elementos esenciales contrarios a la razón. En el caso de la teoría de la reencarnación:

–          La reencarnación desdice la dignidad personal

La grandeza del hombre reside en su espíritu: su capacidad de conocer y amar, la conciencia de sí mismo, su capacidad de trascenderse y entrar en comunión con los demás.

Cada persona es irrepetible, tiene una identidad intransferible.

Esto lleva consigo una dignidad personal: yo soy yo, y no otro; cada uno es insustituible, vale por sí mismo -por lo que es: un ser humano-.

–          Niega la identidad personal

Si yo pudiera ser otro sin saberlo… no sería yo mismo. Mi identidad personal es inseparable de mi dignidad. Si pierdo mi identidad -dejo de ser yo-, perdería mi dignidad.

–          Niega la espiritualidad humana

Si yo puedo haber sido un rinoceronte o puedo llegar a ser en otra vida una cucaracha, resulta que mi espíritu no es espiritual. Mi persona sería la misma siendo rinoceronte, cucaracha o ser humano. Todos gozarían de la misma dignidad -ninguna-, ya que todos son lo mismo.

Esto no es compatible con la grandeza del ser humano: si me convierto en una cosa, ya no soy yo mismo; no puedo ser una persona distinta, con una personalidad distinta… si todos podemos ser todos, entonces nadie es nadie.

–          Niega la distinción entre ser cosa y persona

Hay una diferencia fundamental entre una cosa y una persona. Las cosas -inanimadas, vegetales o animales-, precisamente por ser cosas -no tener dignidad personal-,  se pueden usar; cosa que nunca se puede hacer con un ser humano.

Por esto, no es razonable dejar de matar mosquitos, ante la perspectiva de estar matando a quien podría ser mi abuelo reencarnado. Si es un mosquito, no es un ser humano, no tiene dignidad personal, no puede haber sido un ser humano.

–          Contradice el sentido de la justicia

La justicia supone la libertad y la responsabilidad personales. No tiene sentido hablar de seres que pagan deudas de vidas anteriores o se hacen acreedores de premio: sin libertad y conciencia no se puede merecer y ser culpable. Más todavía en el supuesto de reencarnarse en seres carentes de razón y voluntad.

–          Supone una concepción cruel del castigo

No parece justo sufrir una pena sin saber por qué se la sufre. Las penas -además de restablecer el orden roto por la falta- en principio tienen un sentido medicinal, no vengativo. El sentido de la pena es redentor -me redime de mi falta- sólo si la asumo personalmente con esa finalidad.

No es justo que sufra una pena por una vida pasada de alguien que en el fondo no soy yo mismo.

Excluye la posibilidad de la misericordia y del perdón.

–          Fomenta la pasividad y desaconseja la solidaridad

Si los males ajenos son consecuencia de malos comportamientos en vidas anteriores, por los que se está pagando, yo haría un daño a esa persona si aliviara sus sufrimientos, ya que es la manera que tiene de superarse en una vida futura. La consecuencia práctica sería decir: aguanta que ya en otra vida estarás mejor, no me pidas que te ayude ya que te haría un daño.

Incompatibilidad con el cristianismo

Este último punto no demuestra nada, simplemente rechaza el intento de hacer compatible el cristianismo y la reencarnación; intento hecho por bastantes sostenedores de esta doctrina (buscan en la Biblia el fundamento que les falta, según vimos en el primer punto).

La doctrina de la reencarnación no es que difiera en algún punto con el cristianismo, sino que es totalmente incompatible con él. En efecto, tiene una visión contraria de los puntos esenciales:

–          el carácter personal de Dios

–          concepto de tiempo y eternidad

–          religión como relación personal con Dios

–          el cuerpo humano, parte de la persona, tiene dignidad

–          la identidad personal de la persona

–          la misericordia divina, el perdón

–          la redención obrada por Cristo: la salvación es gracia

–          el sentido de los sacramentos

–          la unicidad de la vida personal

–          las postrimerías: el juicio, el purgatorio y el infierno

–          inmortalidad del alma y resurrección de los cuerpos

Es decir, la doctrina de la reencarnación es alternativa al cristianismo: no se pueden sostener ambas al mismo tiempo. Y esto no por una cuestión colateral, sino porque representan respuestas contrarias a preguntas fundamentales: la cuestión de la responsabilidad personal, el modo de redimirse (un Salvador o cada uno a sí mismo), la relación justicia-misericordia (cabida o no del perdón), el sentido de la vida, el tipo de destino eterno, etc.

Eduardo M. Volpacchio
www.algunasrespuestas.com
31.5.12

[1] Cuando hablamos de creer nos referimos a un conocimiento recibido de otro que merece confianza (le creo, tengo por cierto lo que me dice). La fe de la que hablamos aquí es un conocimiento, que se tiene por seguro, ya que tiene fundamento.

En el lenguaje vulgar usamos también el término creer para referirnos a algo muy diferente: opiniones, intuiciones vagas, deseos basados en sentimientos, mitos sin fundamento real. No hablamos ahora en ese sentido.

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Paradojas de una muerte

Con la liturgia el Viernes Santo revivimos la muerte de Cristo y nos arrodillamos en el momento de su muerte. Es un día de paradojas divinas.

Muerte de Cristo. Muerte por amor, que mata a la muerte misma: la gran derrotada del Viernes Santo.

Muerte de Cristo: amor que transforma el acto de violencia y destrucción en el comienzo de una nueva creación: en gloria.

Qué misterio: un sufrimiento que produce bien. Muestra que el amor puesto en contacto con el sufrimiento explota en bien. Como la nafta -veneno si la bebemos- puesta en contacto con la chispa que produce la bujía en el motor, explota produciendo un movimiento imponente. El dolor  es veneno, pero con la chispa del amor produce explosiones de bien. Como una reacción química en cadena, el dolor tocado por el amor explota en una explosión creadora.

Una muerte… que es muy viva. Y no sólo porque el cuerpo muerto de Cristo está unido a la divinidad: es decir, es el cuerpo muerto de Dios. Estamos ante la más viva de las muertes, porque es vivificadora.

Una muerte que da vida: porque es entrega de amor infinito. Esa vida entregada no se pierde en el vacío: quienes la reciben viven de ella.

Muerte que da vida: ¡qué misterio más inefable!

Dar la vida hace fecunda la vida entregada. Da vida, no sólo a quien la entrega, sino a muchísimas almas que la reciben. Abre la vida a una fecundidad gloriosa, sobrenatural, divina, que llena –en Cristo- de vida sobrenatural a sí mismo y a los demás.

Toda la vida de Cristo se dirige al Triduo Pascual: glorificación, triunfo, realización y plenitud. Y allí todo es inseparable.

Una muerte unida a la resurrección: Para vivir  hay que morir. En la entrega amorosa de sí mismo está la causa de la exaltación. Con palabras de San Pablo: Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre (Fil. 2,8-9). No como un premio extrínseco, sino como producto de una lógica interna, de una dinámica divina.

Hablando de las imágenes de Cristo, el Card. Ratzinger explica como deben representar todo su misterio, uniendo cruz y gloria:

Cristo es representado como el Crucificado, como el Resucitado, como el que ha de venir de nuevo, como el Señor que reina ya ahora sobre el mundo de forma misteriosa.

Toda imagen de Cristo ha de incluir estos tres aspectos esenciales del misterio de Cristo y, en este sentido, será una imagen pascual. Naturalmente que quedan abiertas aquí diversas posibilidades de acentuación. Una determinada imagen puede explicitar más la cruz, a pasión y el desamparo, o bien puede poner en primer plano la Resurrección y la parusía. Pero ninguna de estas dimensiones debe quedar aislada. A pesar de las diversas acentuaciones, ha de aparecer el misterio pascual en toda su integridad. Un crucifijo en el que en modo alguno pudiera entreverse el elemento pascual sería tan erróneo como un imagen pascual que olvidada las llagas  de Cristo y la actualidad de su sufrimiento.(1)

Hay una conexión entre la muerte y la resurrección.

En la muerte y resurrección de Jesús se verifica y confirma toda su vida y enseñanza: quien quiera salvar su vida la perderá, quien la pierde por mí, la salvará. El que quiera venir en post de mi, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga…: ¿adonde? A la Gloria. Bienaventurados: pobres, mansos, los que lloran, los perseguidos… Dios es amor, amor que da la vida. Nacer de nuevo: Nicodemo para nacer de nuevo, no hay que volver al seno de nuestra madre, tenemos que unirnos a la muerte y resurrección de Cristo. Amor hasta el extremo (¿tiene sentido llamar enemigos a aquellos por los que se da la vida?).

El grano de trigo, que nace al morir, al entregarse del todo se hace fecundo. Muerte que conduce a la resurrección, no sólo propia –la de Cristo mismo-, sino a la de todos los que viven por  Él.

No hay muerte sufrida por amor, sin resurrección: cuando se hace entrega –cuando el sufrimiento se hace entrega amorosa- entonces es transformado radicalmente: se llena de vida, de una vida que es absolutamente superior a la vida previa al sufrimiento, a una vida sin sufrimiento. El amor hace explotar el dolor, transformándolo en vida divina.

No somos salvados desde fuera, sin por una participación personal: incorporándonos a Cristo, a su muerte y resurrección. Es lo que hace el Bautismo. Y es lo que hace la cruz de cada día.

Una vida sin cruz –si fuera posible después del pecado original: que no lo es-, no sería vida, le faltaría el factor que posibilita la entrega amorosa, que hace plena esa vida.

Una vida sin amor no es vida: le faltaría el agente transformador, divinizador, glorificador.

Dinamismo cruz – resurrección: clave, luz, fuerza. Y sobretodo, presencia y compañía del crucificado junto a nosotros: nunca nos deja solos en la cruz. Cercanía de Dios siempre, pero sobretodo en la cruz. Ahí su amor se da hasta el extremo por cada uno.

No nos escapemos de su cruz, no dejemos solo a Jesús con la nuestra.

In laetitia nulla die sine cruce.
Con alegría –con amor, con entrega amorosa- ningún día sin cruz; ningún día sin resurrección, ningún día sin Jesús, sin su gloria.

A San Josemaría no le gustaba nada la palabra resignación: ¿resignarse con lo que da la vida? ¡Si es gloria! ¡Con lo que nos hace hijos de Dios! ¡Con lo que hace fecundos y redentores!

Así como en las imágenes del crucificado debe estar presente la chispa de la resurrección, que sepamos ver en la cruz de cada día –en la de cada uno- la chispa de la gloria, de nuestra gloria en Cristo.

Cruz, fuente de vida. Cruz fuente de amor. Cruz fuente de resurrección. Que no te tengamos ya miedo. Que no nos escapemos de vos. Que te abracemos decididos, que en vos, nos fundamos con el amor divino que nos busca.

Ante Cristo muerto en la cruz, esperando la resurrección, pedimos a gritos: no más esquivar la cruz, no más miedo al dolor, no más amargura ante el sufrimiento, no más cobardía, no más quejas, no más escaparnos, no más protestas, sentirnos víctimas… con aquello que llena de vida, diviniza y glorifica.

La Virgen sabe de la inseparabilidad de la cruz y la resurrección, que nos ayude a ver en cada cruz –en la que sea- la luz de la gloria y nos de el amor que la llene de alegría.

P. Eduardo Volpacchio
Buenos Aires, 6 de abril de 2012

(1) J. Ratzinger, Introducción al espíritu de la Liturgia, San Pablo, Bogotá 2006, pp. 109-110

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