¿Obligación o libertad?

Cuando se las ve como alternativas u opuestas, se ha perdido el sentido de ambas…

Dios «nunca impone su voluntad. ¿Por qué? Porque quiere ser amado y no temido. Y Dios también quiere que seamos hijos y no esclavos: hijos libres. Y el amor sólo puede vivirse en libertad.»
Papa Francisco, 1ª Catequesis sobre el discenimiento (1.9.22)

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El universo –y el ser humano dentro de él– tiene un orden, un plan, un desarrollo, una realización acorde al plan creador de Dios. El universo no es caos. Sigue un designio divino. La mayor parte de los seres –los que no cuentan con libertad– lo realizan de modo necesario. Así los planetas siguen sus órbitas, la realidad se rige según una leyes físicas, químicas, biológicas… que el ser humano es capaz de descubrir. Y el ser humano existe y se desarrolla dentro de este orden universal.

Dios ha creado seres libres. Los ángeles y los humanos. Es su obra cumbre: seres que actúan sin necesidad, con conocimiento del fin, autodisponiéndose hacia lo qua han elegido, capaces de realizarse voluntariamente. Una maravilla asombrosa.

Esto muestra que Dios no quiere esclavos, ni robot que cumplan su ley como autómatas, sin saber lo que hacen. No quiere mercenarios que por conseguir una paga –el cielo– estén dispuestos a cumplir su voluntad (una voluntad que no entienden, ni les interesa, sino que solo cumplen para conseguir el premio…). No quiere miedosos que, por temor al infierno, hagan lo que los realiza personalmente y los lleva al cielo, inconscientes de su sentido y valor.

Quiere hijos, que sepan distinguir el bien y el mal, que sean conscientes de la grandeza del bien, lo amen con todo el corazón y lo realicen libremente en su vida.

En este contexto podemos hablar de la obligación y la libertad, para entender el sentido de la moral cristiana y de los deberes del cristiano.

¿Qué significa que algo sea obligatorio? ¿Lo obligatorio quita la libertad?

En una ocasión preguntaron a San Juan Pablo II qué hacía en su tiempo libre. El Papa, como sorprendido, le respondió: “todo mi tiempo es libre”. Le explicaba que era tan libre al cumplir sus deberes, como descansando, estando con amigos, o en cualquier otra actividad.

Hay en la cultura moderna una gran alergia a la palabra “obligación”, como si fuera algo impuesto desde fuera, arbitrario, atentatorio contra la libertad. Se trataría de algo que yo no elijo, que me imponen, que querría no hacer. Te encontrás personas que, si piensan que algo es “obligatorio”, ya tienen un motivo para no hacerlo… solo por rechazo a lo “impuesto” (curioso porque paradójicamente, así renunciarían a su libertad, “obligadas” a oponerse a lo obligatorio…).

Pero en la vida cristiana no hay nada “obligatorio”, entendido como forzado, contrario a la propia voluntad, impuesto contra mi querer. Nadie va al cielo o al infierno “obligado” sino que responde a la propia elección existencial, de elegir o rechazar a Dios, y nada más libre que eso.

El principio supremo del cristianismo es el amor y el amor es libre. Sólo puedo amar si quiero.

¿La moral cristiana impone obligaciones?

¿Impone las cosas, en el sentido de forzar a hacerlas? No. Simplemente señala que hay acciones buenas y otras malas, pero no fuerza a hacerlas. Dios no envía un ángel para evitar que una persona asesine a otra… Que no “debe” hacerlo, significa que no es bueno que lo haga; pero, de hecho, nadie le impide hacerlo.

La ley moral no coacciona, no oprime. Enseña, libera, orienta. Quien la “cumpliera” sin saber por qué, desconociendo qué sentido tiene, adonde va… carecería de madurez. Y quien la rechazara por capricho, mostraría todavía más inmadurez…

La moral supone la libertad

Muchas veces me preguntan: “¿Se puede hacer tal cosa? ¿es pecado?” Casi como si tuvieran que pedirme permiso para hacer algo. La respuesta debería ser “hacé lo que quieras…” Pero para saber qué querés hacer, tendrías que plantearte la bondad o malicia de esa acción, si te enriquece como persona o no; entonces podrás decidir qué querés, porque el objeto de la libertad es el combo completo (la acción, sus consecuencias, la perfección o corrupción personal que supone, si acerca o aleja de Dios…).

De hecho, las personas buenas, son las que hacen el bien, por amor al bien. Quien obrara bien, o dejara de obrar el mal, por malos motivos, no sería buena. Así, quien desear matar a otra persona y no lo hiciera solamente porque no se anima o porque no quiere ir a la cárcel, no sería bueno… Quiere asesinar (es un homicida de corazón), pero no se anima a hacerlo…, en todo caso es cobarde y eso no lo hace bueno… (aunque le prive de hacer una barbaridad…).

¿La Iglesia quita libertad?

En no pocas personas existe una visión de la Iglesia como si fuera una “imponedora” de obligaciones. Pero esto no es así. Obviamente enseña el camino al cielo, pero como Jesús, invita: “si alguno quiere venir en detrás de Mí…”

¿Hay obligación de ir a Misa el domingo? Se nos dice que la Eucaristía es un tesoro infinito, necesario para nuestra vida, y que si amamos a Dios necesitamos participar de ella semanalmente, en el día del Señor. ¿Alguien nos obliga a asistir? Hay un precepto que indica que no asistir supone cometer un pecado. Pero, nadie nos obliga a hacerlo. Dios no envía un ángel, ni la Iglesia un cuerpo de guardias suizos a sacarnos de la cama y llevarnos a Misa a punta de pistola. Quien quiere ir, va; quien no quiere, no va. Somos libres. Eso no significa que sea lo mismo asistir o no asistir… Quien no va, ser pierde un tesoro infinito.

Con frecuencia alguien me dice: “Uds. los sacerdotes no pueden casarse”. Respondo, no es verdad, nadie me lo impide; nadie me vigila para evitar que lo haga. Simplemente, no quiero hacerlo. Le entregué mi vida a Dios, y eso incluye darle mi corazón entero, libremente. Porque quiero, no porque “no pueda” casarme.

¿Hay obligación de cumplir los “deberes” que tenemos?

Pienso que los jugadores convocados a la selección nacional no ven como una carga impuesta la concentración en el mundial, las dietas de comida, los entrenamientos… Nadie los obliga… es más, se mueren de ganas de estar entre los veintitrés jugadores convocados… Quien no quiera entrenar, simplemente, no va; nadie lo obliga…

Algo semejante sucede con los deberes de nuestra vida (comer, dormir, beber, querer a los seres queridos, trabajar…).

Hay cosas necesarias para la vida humana. ¿Son obligatorias? Bueno, si quiero cuidar mi vida, tengo que hacerlas. Nadie me obliga. Si no como, estaré desnutrido, débil… Nadie me obliga a comer. Al comer cumplo con un “deber”, pero no por cumplir un deber impuesto, sino porque tengo hambre y me gusta la comida…  Obviamente, si estuviera enfermo e inapetente, me vería “obligado” a comer sin ganas; pero aun así lo haría libremente, comería porque querría recuperar la salud.

¿Y si obligatorio significa condición necesaria para algo, que no puede faltar, que lo exige la realidad misma? ¿Si fuera la misma libertad quien “obliga” a hacer algo?

Como vemos la “obligación” no tiene nada que ver con la coacción a la libertad, sino con algo que la libertad tiene que asumir –al menos si es que quiere conseguir aquello para lo cual la condición en cuestión no puede faltar… –

Así, no podemos hacer huevos fritos sin freírlos… Si los ponemos en agua hirviendo, tendremos huevos duros, no fritos. Somos libres de querer unos u otros, pero una vez elegido lo que queremos, deberíamos ponerlos en una sartén o en agua, según lo que hayamos elegido. Y este “deberíamos” no es una imposición, no nos quita libertad, sino que la realiza…

Hay cosas que son necesarias, otras accesorias, u opcionales, o convenientes… todas libres, pero con márgenes de racionalidad más amplios o más estrechos… Esta secuencia de sustantivos va de más necesario a más prescindible… Siempre soy libre, pero esa misma libertad –eso que he elegido– me exigirá una serie de cosas en orden a realizar lo elegido (la libertad, me exige cosas que he elegido…: obvio, no es mera elección vacía…).

Si algo es necesario para conseguir otra cosa, no puedo prescindir de eso si quiero conseguirlo… El querer el fin, me lleva a querer también los medios para conseguirlo.

Lo que hacemos tiene consecuencias…

Si estudio, aprobaré el examen; si no estudio, posiblemente me bocharán. Si quiero aprobar el examen debo estudiar, pero no porque algo o alguien me obligue, sino porque mi libertad –salvo casos de inmadurez inconsciente– eligió un proyecto completo: estudio/aprobar o no-estudio/me-bochan.

Lo que quita la libertad no son las obligaciones –que se asumen libremente, si es que se asumen…–, sino los vicios y las limitaciones personales. Así, los caprichos, la pereza, la dejadez… disminuyen la libertad en cuanto nos dificultan conseguir lo que queremos. Si quiero tener espiritualidad, conseguir un título universitario, cultivar una amistad, tener buen estado físico…, lo que sea, ese querer –ese proyecto de la libertad– llevará consigo una serie de elecciones que están implícitas en ella, que surgen de esa decisión libre, no impuesta por nadie. Las “obligaciones” surgen de mi decisión, no son impuestas: son lo que quiero, ya que son medios para conseguir el fin propuesto. Esto es obvio.

Siempre he afirmado que la pereza es el gran enemigo de nuestra vida, porque si la dejamos gobernar nuestra vida nos hace inútiles, incapaces de hacer lo que queremos. Por eso, si quiero que mi vida tenga fruto, no quiero pereza: no es que “deba” vencerla; es que no quiero que me arruine la vida. Dejarse llevar por lo fácil supone renunciar a la libertad de llevar las riendas de la propia vida y dirigirnos hacia donde queremos.

Libertad e inteligencia

Pienso que todos queremos ser razonables: la libertad –en casos de locura, no hay libertad–supone actuar de modo razonable. Las elecciones locas no son muy libres (les falta inteligencia), las elecciones no reflexionadas (les falta consideración), tampoco; las puramente pasionales o emocionales (les falta voluntad, donde reside la libertad), tampoco; las compulsivas, tampoco… El conocimiento no nos quita libertad, sino permite a la libertad ser tal (una decisión determinada por la ignorancia, no es muy libre…).

El peligro es que un celo exagerado por defender la propia libertad, rechace la verdad de las cosas, como si fuera una imposición… Así considerada, la libertad acabaría siendo simple capricho, inestable, y muy poco libre…

Si sé que los hongos que me ofrecen para comer pueden ser venenosos, no debería comerlos; pero no porque esté prohibido hacerlo, sino porque no es razonable comer hongos posiblemente venenosos… Siempre libre. En este caso no los comería, porque quiero evitar el peligro de envenenarme.

Lo mismo ocurre con las cuestiones morales (las acciones malas serían como veneno moral, que me corrompe como persona; por lo que no me interesan…). No es que “no se pueda” hacerlo, es que no quiero ser injusto, mentiroso, egoísta… Como poder, claro que puedo; pero como soy libre, no quiero serlo.

Libres de verdad, supone conocimiento, reflexión, valoración y decisión… Si faltan algunos de estos elementos, la libertad está disminuida…

¿Es obligatorio comulgar en estado de gracia? El sacerdote antes de la comunión no te interroga para saber si lo estás. Si te acercás al altar, te dará la comunión. Ahora bien, San Pablo dice que quien recibe indignamente el cuerpo del Señor, come su propia condenación… y no creo que vos quieras hacer una comunión que, en vez de santificarte, te condene… Sos libre, pero espero que no seas tonto… Por tu bien, no por “obligación” …

¿Es malo hacer las cosas por obligación?

La responsabilidad –virtud que mueve a cumplir el propio deber–, es muy buena y ayuda mucho en la vida: da facilidad y gusto para hacer las cosas que debemos hacer (que son muchas: desde asearnos, limpiar la casa…). Pobre quien no sea responsable, todo le resultará una carga pesada.

Está muy extendida una sobrevaloración de la espontaneidad que lleva a despreciar la responsabilidad en el cumplimiento del deber. Hacer las cosas por cumplir, sin sentir atracción o sintiendo rechazo por ello, sería algo malo. He llegado a escuchar a alguna persona decir que, “para ir a Misa por obligación, mejor no ir a Misa”… Lo cual es claramente falso. Quien va por “obligación”, va porque quiere –nadie lo fuerza–, con lo cual, va libremente (si no, no iría).

Cumplir un deber es mejor que no cumplirlo. Esto vale para todo deber.

Pero la responsabilidad sola, es pobre. Necesita ser elevada por el amor. Por eso, cumplir un deber por el mero hecho de cumplirlo, es muy pobre e imperfecto.

[Una pequeña aclaración conceptual: bueno se opone a malo; perfecto, a imperfecto. Una cosa buena pero imperfecta, no es mala: es buena, pero le falta perfección. Lo malo es malo; lo bueno imperfecto, sigue siendo bueno.]

La intención con que hacemos las cosas, añade o quita perfección al acto. El amor es la principal fuente de valor de las cosas. ¿Qué vale más? Lo que es hecho por amor. Por eso, la respuesta al tema de la Misa, debería ser afirmar “que para ir a Misa sólo por obligación, mejor es ir por amor”. La prueba más llamativa es el caso de la viuda del templo: la que menos limosna puso, resultó –en la consideración de Jesús– ser la que más puso. ¿Por qué? Porque se dio ella misma en su ofrenda, puso todo lo que tenía, llena de amor.

La gran libertad es la del amor

Cuando hay amor, poco importa cuánto de obligatorio o no sea alguna cosa. Es más, el amor está en lo que no es obligatorio –el amor entrega gozoso más de lo debido–; pero también debería estar en la motivación de fondo de lo que es obligatorio.

Si hago por amor lo que es obligatorio –y también lo que no lo es–, soy la persona más libre del mundo. Se cumple en mí lo de San Agustín: “ama y haz lo que quieras”. Quien ama de verdad, busca realizar el amor, y eso lo llevará a excederse en el deber, sin pensar que se excede, sin pensar si es deber… quiere hacer feliz, y eso lo hace feliz.

Eduardo Volpacchio
Mendoza, 15.10.22

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Reflexiones en una tarde de elecciones

Providencia de Dios y política argentina.

Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

Jesús podría haber añadido, y Uds. hagan con amor lo que les toca hacer…

Hoy hemos votado. Cumplido deberes cívicos. Y rezamos: nos unimos al sacrificio redentor de Jesús en la Misa, muchos hemos rezado el Rosario.

Le damos al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Distinguiendo, sin confundirlos; sin separarlos, sin mezclarlos ni identificarlos. Cada uno en el ámbito que le corresponde y con las lógicas relaciones entre ellos. 

Tenemos que rezar más por los dirigentes argentinos. A todo nivel: político, empresarial, eclesiástico, sindical, intelectual, deportivo.

El fracaso argentino es un fracaso dirigencial. Y es un fracaso de todos, porque no sabemos generar líderes con valores, capaces, audaces y prudentes, inteligentes y con corazón. Íntegros. 

Es el fracaso de quienes no se involucran en la vida social y pública (es mucho más amplio que lo político). 

Y de quienes buscan líderes que defiendan intereses de una parte. De falta de sentido social, de exceso de individualismo. 

El fracaso de una crítica mordaz, que lima a todo el que está arriba nuestro. 

La crisis es moral, se repite una y otra vez. Y es verdad. Es una crisis de virtudes. Humildad, sentido del deber y de la ley, justicia, desprendimiento y generosidad que permita trabajar en equipo… 

Pero también es técnica. Décadas de incapacidad para superar los mismos problemas…

Es la crisis a la que no puede no conducir la viveza criolla (tan aguda para zafar y inútil para proyectar). Que usa la capacidad que se posee para zafar (qué palabra más pobre y egoísta). 

Día de elecciones. Día de oración. Pero no para que Dios solucione los problemas que nosotros no encaramos, no sabemos resolver; o que pretendemos que un líder mesiánico nos resuelva por arte de magia, sin esfuerzo ni sacrificio. La oración no es magia. Dios nos haría daño si supliera con milagros nuestra falta de virtud.

Ser mejor ciudadano y mejor cristiano. Van de la mano.

Tantos conciudadanos nuestros bautizados no tienen idea de su fe.

Tantos cristianos por falta de formación no conectan su fe con su vida. 

Muchos sí la conectan con su vida personal y familiar, pero muy pocos consiguen conectarla con sus deberes cívicos, sociales y políticos. Tantos no llegan hasta allá… Se quedan en una vivencia personal y familiar, sin alcance social…

Cuánto tenemos que trabajar en esto.

Marx no entendía la realidad del cristianismo cuando decía que la religión es el opio de los pueblos. No es verdad, es todo lo contrario… No existe mejor motivación para empeñarse en mejorar el mundo, que la conciencia de que esa entrega es valiosa y meritoria para la vida eterna. No lleva a huir del compromiso social; debería promoverlo.

Qué necesitamos. Líderes cristianos en serio. A todo nivel. Políticos, funcionarios, intelectuales, educadores, empresarios, comerciantes… 

Y para que los haya, es necesario que haya ciudadanos cristianos en serio. De entre ellos salen. Cristianos que conozcan la doctrina social. Que sean capaces de dialogar con todos, que no se encierren cómodos en ghettos cristianos…

Los cuatro padres fundadores de la Unión Europea  -Adenauer, De Gaspari, Schuman y Monet- eran católicos y dos de los cuatro, están en proceso de canonización: De Gaspari y Schuman.

Enrique Shaw dejó la marina fundamentalmente por motivos apostólicos. Se daba cuenta que así podría influir y llegar a mucha más gente… como de hecho fue. Pensó en hacerse obrero, pero bien aconsejado desechó la idea: los obreros necesitaban dirigentes empresariales como él, y no otros obreros como ellos.

En estos días rezamos por Esteban Bullrich. No lo conozco personalmente, pero lo que conozco me hace pedir: Señor danos muchos Esteban Bullrich.

Capaces, íntegros, valientes, comprometidos…

La crisis moral no se supera solo votando bien (algo esencial). También es esencial cultivar virtudes personales y sociales, que son perfecciones morales. Cultura del trabajo. Trabajo en equipo. Solidaridad verdadera, que es la que eleva a la gente, dando formación, capacidades, conciencia de su valor…

Dios espera mucho de nosotros. A pesar de nuestras crisis, tenemos muchos recursos humanos y espirituales. 

La batalla por la defensa de la vida comenzó a unir esfuerzos y trabajar juntos. Hemos comenzado. Queda un largo camino por recorrer. Somos un país joven, tenemos mucho por aprender y madurar. Que la Virgen nos ayude, nos enseñe, nos sostenga para que sepamos perseverar en este empeño.

Hace pocos años leí la que considero una de las mejores descripciones de lo que es el optimismo: la diferencia entre el optimista y el pesimista, más que en cómo ven la botella, reside en que el optimista se empeña por llenarla.

Eso es lo que Dios nos pide. Que nos quejemos menos, que critiquemos menos y que cada día luchemos por amor para llenar la botella. Ponemos en las manos de la Virgen el resultado de las elecciones, el futuro trabjajo y la integridad de los que sean elegidos, y nuestro empeño por cultivar las virtudes que harán que surjan muchos dirigentes como los que necesitamos.

P. Eduardo Volpacchio
Córdoba, 14 de noviembre de 2021

El médico frente al aborto

Un libro sobre el aborto que interesa a todos.

ESTE POST ESTÁ TOMADO DE  http://www.vientredecristal.com/

Aquí encontrarán el libro digital El médico frente al aborto, prologado por el doctor Carlos Benjamín Álvarez (Decano de la Facultad de Ciencias Médicas de la Pontificia Universidad Católica Argentina) y por el doctor Daniel Herrera (Decano interino de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica Argentina).

La obra, coordinada por el doctor Siro M.A De Martini (quien también participa en uno de los capítulos), cuenta además con las palabras de los doctores Leonardo Mc Lean, Agustín Silberberg, Jorge Nicolás Lafferriere y Miguel Ángel Schiavone.

A modo de avance, citamos algunos extractos. Sobre el final de los mismos usted puede descargar el contenido total del libro de modo gratuito y, si lo desea, ayudar a difundirlo.

Desde Vientre de Cristal felicitamos a quienes han trabajado por ofrecer verdad  sobre el flagelo más desolador: la eliminación de seres humanos.

Extractos

 “…Se va dividiendo y consolidando una nueva situación cultural que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito, ya que amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual. Más aún, sobre este planteo pretenden no sólo la impunidad, sino incluso la autorización por parte del Estado con el fin de practicarlo, con absoluta libertad, y con la intervención de las estructuras sanitarias”.

Dr. Carlos Benjamín Álvarez, Decano de la Facultad de Ciencias Médicas de la Pontificia Universidad Católica Argentina.

“Pocas veces –si es que alguna- los responsables de los servicios de salud, y los médicos y los demás profesionales de la salud, se han visto tan presionados, limitados y, podría decirse, amenazados, como en la cuestión de los llamados abortos “no punibles”. Lo que hace aún más particular o insólito el caso, es que estas presiones no provienen de agrupaciones políticas o grupos pro aborto, sino de la mismísima Corte Suprema de Justicia de la Nación, institución que se ha arrogado (con razón) el título de “garante supremo de los derechos humanos”.

Dr. Daniel Herrera, Decano (int.) de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica Argentina.

“¿Debe el médico atender sólo a la salud de la mujer o debe preocuparse, también, por la salud del hijo? ¿Se trata de dos personas iguales, con los mismos derechos humanos? Si uno se guiara por los argumentos de la Corte, y por los de los abortistas en general, la respuesta tendría que ser negativa: no, no se trata de dos personas iguales y, por tanto, no tienen los mismos derechos humanos. Más aún, el derecho humano que es la base de todos los demás, esto es, el derecho a la vida del hijo, depende de la voluntad de la madre. ¿Pero es esto así? ¿No hay acaso en esta posición una reminiscencia o, quizás con mayor precisión, una actualización de la milenaria división entre poderosos y débiles, amos y esclavos, raza pura y razas inferiores? Ahora la división parece ser entre nacidos y no nacidos”.

Siro M. A. De Martini, Profesor de Filosofía del Derecho y de Ética social y profesional de la UCA. Profesor de Bioderecho del posgrado en Bioética de la Universidad CAECE-Schoensttat, Director del suplemento de Política Criminal de El Derecho, miembro del Comité de Ética de los Institutos de la Academia Nacional de Medicina. Miembro de la Comisión de Bioética .P. José Kentenich. de Schoensttat.

“Los que niegan que el embrión extraordinariamente joven es un ser humano, se han esforzado en utilizar un neologismo inútil: el término de “pre-embrión”. Inútil científicamente porque antes del embrión solo hay un óvulo y un espermatozoide, y hasta que alguno de éstos no fecunda al primero, no existe un ser nuevo. Por lo tanto, no se puede hablar de pre-embrión porque, por definición, el embrión es la forma más joven de un ser” (…) “No es que en la concepción esta forma esté potencialmente presente, o que el cigoto esté en potencia de ser humano. Por el contrario, la forma está actualmente presente en el material genético y el cigoto es un ser vivo independiente que pertenece verdaderamente a la especie humana…”

Leonardo Mc Lean, Médico, Doctor en medicina e integrante del Servicio de Cirugía del Hospital Universitario de la Universidad Austral, Académico Titular de la Academia Nacional de Medicina y Agustín Silberberg, Médico, Doctor en bioética y Profesor de Bioética en la Facultad de Ciencias Biomédicas de la Universidad Austral.

  “…en el específico caso del aborto, hay fundamentos desde la misma deontología médica para la objeción de conciencia, pues no configura un acto médico. Como bien dicen Ángela Aparisi Miralles y José López Guzmán, “el fin de las profesiones sanitarias, históricamente amparado por el Derecho y tradicionalmente reconocido por la deontología profesional, ha sido siempre la defensa de la vida y la promoción de la salud –por otro lado, derechos básicos de la persona-. Por ello, imponer una obligación general a la participación en abortos a un sanitario puede calificarse, en principio, como un atentado al sentido último de su profesión e, incluso, a su dignidad personal y al libre desarrollo de su personalidad, al tratarse de profesionales que, por su peculiar vocación, están comprometidos humana y profesionalmente con la defensa de la vida humana. En este sentido, merece recordarse que ya el juramente hipocrático (siglo V a.C.) recogía el compromiso del médico con el bien del enfermo, defendiendo el carácter sagrado de la vida humana desde su concepción”.

Jorge Nicolás Lafferriere, Doctor en Ciencias Jurídicas por la Pontificia Universidad Católica Argentina. Director de Investigación Jurídica Aplicada de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica Argentina. Profesor Pro titular de Derecho Civil de la Pontificia Universidad Católica Argentina y Jefe de Trabajos Prácticos de Elementos de Derecho Civil de la Universidad de Buenos Aires. Director del Centro de Bioética, Persona y Familia. Profesor de Bioderecho. Maestría en Ética Biomédica (Instituto de Bioética, UCA). Ex-Secretario Académico de la Pontificia Universidad Católica Argentina. Miembro del Seminario Permanente sobre Investigación del Derecho de la Persona Humana, Familia y Sucesiones (Instituto de Investigaciones Jurídicas y Sociales “Ambrosio L. Gioja”, Facultad de Derecho -UBA-).

“Una publicación de la OMS habla de que la mortalidad materna es una tragedia global, 585.000 mujeres en edad fértil, en plena etapa productiva y creativa de sus vidas, fallecen por año. Pero leyendo con un poco más de detalle, la publicación dice que el 99% de ellas viven en el mundo en desarrollo, y menos del 1% en los países desarrollados. En el mundo en desarrollo, dice la publicación, en realidad en el mundo pobre, diríamos nosotros, algunos dicen en el mundo en transición, no sé si en transición hacia adelante o hacia atrás. ¿Qué tienen en común estas mujeres que mueren en esas regiones?, y lo que tienen en común es concretamente pobreza. La pobreza es el mayor factor de riesgo de mortalidad materna, el aborto es solo un factor de confusión. El problema es la pobreza, en cualquiera de sus expresiones: la pobreza económica social, la pobreza educacional, la pobreza sanitaria y la pobreza espiritual”.

Miguel Ángel Schiavone, médico UBA, especialista en Salud Pública UBA, doctor en Salud Pública Universidad del Salvador. Ex Subdirector Médico Hospital Fernández, Ex Subsecretario de Salud GCBA, actual Director Escuela de Salud Pública UCA.

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EL MEDICO FRENTE AL ABORTO

30 preguntas sobre el amor

“CRISTO NOS ENSEÑA A AMAR”

30 preguntas para no equivocarse
en la 
aventura más importante de la vida

 “El amor no es cosa que se aprenda, ¡y sin embargo no hay nada que sea más necesario enseñar! Siendo aún un joven sacerdote aprendí a amar el amor humano. Si se ama el amor humano nace también la viva necesidad de dedicar todas las fuerzas a la búsqueda de un «amor hermoso». Porque el amor es hermoso. Los jóvenes, en el fondo, buscan siempre la belleza del amor, quieren que su amor sea bello” (Juan Pablo II).

 Para bajarlo en Word: 30 Preguntas sobre el amor

1. El amor, ¿vive en el mundo real o el de los sueños?

“Mantente despierto, la vida es breve” decía el anuncio de una marca de café. Nos recordaba así que muchas veces vivimos nuestra vida como si durmiésemos, como quien está soñando. Por muy vivos que sean los sueños nunca podrán sustituir la realidad. Por muy bellos o agradables que sean, son solo una construcción nuestra: no tiene un origen, y sobre todo, no tienen una meta, no tienen destino. Para vivir de verdad, para vivir en la realidad, es necesario estar despiertos, como dice el anuncio. Es necesario aceptar que vivimos en un mundo con personas reales que pueden enriquecernos o defraudarnos, porque no las creamos nosotros. Es decir, para despertar a la vida, es necesario despertar al amor. Solo se despierta quien ama. El amor evita que confundamos la vida con un sueño. Este es el mundo real, el de las personas que están a nuestro lado, con una existencia que es siempre más grande que nuestros deseos o que las ideas que nos hacemos de ellas. El amor hace surgir un horizonte que no se desvanece de golpe, como el de los sueños, sino que se ensancha siempre hacia la meta, hacia un destino lejano y maravilloso. La vida es breve… ¡despierta al amor!

2. ¿Por qué el amor nos atrae tanto?

“Hoy la tierra y los cielos me sonríen / hoy llega al fondo de mi alma el sol. / Hoy la he visto…, / la he visto y me ha mirado… / ¡Hoy creo en Dios!” Así decía un poeta español, queriendo describir sus sensaciones de enamorado. También a él, como a todos, el amor le cambiaba la vida, le llenaba de un entusiasmo inesperado e incontenible, hasta parecerle sobrenatural, incluso divino. Esta es la fuerza del amor: eleva al que ama más allá de sus expectativas, le abre nuevos horizontes e infinitas posibilidades. Es tan grande la alegría que da el amor, que quien lo experimenta corre un peligro: creer que ha llegado ya a la meta. El enamorado queda tan sorprendido de la luz que ha inundado su vida que no hace otra cosa que contemplarla. Al igual que le sucede a un caminante que, tras haber avanzado por senderos oscuros, se encuentra ante una llanura maravillosa e interminable y, en vez de atravesarla, se parase a contemplar la nueva visión. Cuando un enamorado se comporta así, su amor acaba por agotarse, pronto cansa o aburre. El amor nos fascina porque contiene una promesa de belleza, algo tan grande que deseamos poseerlo inmediatamente, en un instante. Pero esto no es posible. El amor nos invita a caminar a lo largo de su sendero, un sendero nuevo que podemos construir solo paso a paso. Si no aceptamos la invitación que nos hace el amor, si nos olvidamos que es una promesa de belleza y no una cosa ya hecha, rápidamente acabará por desilusionarnos. “La felicidad no se compra. Se construye” decía el eslogan de otra campaña publicitaria. Lo mismo pasa con el amor.

3. ¿El amor es siempre igual, siempre verdadero, o hay también amores falsos?

El amor contiene una promesa de felicidad: para vivirlo es preciso aceptar con confianza la promesa que nos hace. Quien confía solo en las propias seguridades porque no quiere cometer errores, ese no cree en el amor, jamás podrá amar. El amor es algo que no nos pertenece, que no depende de nosotros. Es necesario confiarse al amor, abrirse a él, dejarse conducir por él. No importa que hayamos tenido malas experiencias. El amor no es el sentimiento débil y fugaz que algunos nos describen. El amor es más bien la fuerza que nos acompaña desde el inicio de nuestra vida; que existía antes de que viniésemos al mundo, en el abrazo de nuestros padres; que ha sostenido nuestros primeros pasos. Y entonces decimos: Sí, es posible creer en el amor, porque el amor ha venido a mí primero. Dale crédito al amor: el amor ya te ha dado crédito a ti. De este modo la apertura al amor no es un salto en el vacío. Todo amor tiene siempre una meta. Si no la tiene, entonces gira en redondo y se pierde en instantes fugaces, incapaz de seguir un sendero que conduzca hacia el horizonte lejano. Cuando no tiene meta, el amor deja de ser amor. ¿Cuál es nuestra ruta y nuestra brújula para creer en el amor? ¿Cómo distinguir el amor verdadero del falso? Pregúntate si tu amor tiene meta o si das vueltas en círculo. Pregúntate si tu amor construye algo o si es un amor-burbuja, en que dos amantes se limitan a mirarse embelesados el uno al otro… Pregúntate si tu amor te hace crecer y madurar… si te promete y abre un camino. “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él” (1Jn 4,16), dice la Biblia. Conocer a Jesús y tener fe en Él, es creer en su amor, porque su amor te ha encontrado ya a ti. Es experimentar su fuerza y saber que, con este amor, se puede llegar al final.

4. ¿Existen distintos tipos de amores?

La música es una sola y, sin embargo, hay muchas formas distintas de tocarla. Del mismo modo, también hay formas distintas de amar. La música, por ejemplo, puede cantarse en coro. Nuestra voz se une con otras voces. Así es más fácil seguir la melodía y no perder el tono. Cuando cantamos en coro nos une un mismo ritmo, nos contagiamos la pasión por la misma música, nos atrae un mismo misterio. Pues bien, cantar en coro se parece a un tipo de amor, la amistad. Cada amor se distingue por los bienes que se comparten en él: a los amigos les une un ideal común, una visión común, una obra común. Por eso los amigos quieren lo mismo y rechazan lo mismo, hasta verse a sí mismos en el otro, igual que quienes cantan a coro están unidos en una misma pasión y en una melodía común. Hay otro tipo de música: un dúo de instrumentos que dialogan entre sí, cada uno poniendo una parte de la pieza, de forma que entre los dos se haga armónica y bella. Se parece esto al amor esponsal, entre hombre y mujer. Aquí también están los dos unidos por un mismo amor a la música, pero ahora cada uno desempeña un papel distinto, y los dos se complementan, se inspiran, sacan lo mejor del otro en su diferencia. Sin el otro no podrían tocar la partitura, que quedaría incompleta, llena de silencios, rota. ¿Qué bienes comparte este amor? Se trata de la unión en la intimidad, es más, de la formación de una intimidad común, que se abre a la transmisión de la vida. Por eso este amor es exclusivo de la pareja: abrirlo a un tercero es infidelidad.

Por último, podemos pensar en otro tipo de música, la de una orquesta. Un único director reparte a cada músico su papel y su entrada, convierte el sonido de todos en un único movimiento de ritmo y armonía. Esta música se parece a otro tipo de amor, el amor filial, que cada hombre y cada mujer recibe de sus padres y, en último término, de Dios Creador. Este es el amor primero, de donde bebe el amor de los amigos y los esposos, la fuente de todos los tipos de música.

5. El amor, ¿es algo que se encuentra, o hay que aprenderlo?

Cuando se encuentra el amor, nos parece que ya hemos alcanzado la felicidad plena. Todo nos parece hermosísimo, perfecto; corremos el riesgo de hacer como el caminante: pararnos a mirar el horizonte que se ha abierto ante nosotros. Sin embargo, como ya hemos dicho, no basta contemplar nuestro amor para vivirlo en su verdad; al igual que no basta amar la música para saber tocarla. Es necesario el tiempo, el estudio y mucha práctica para llegar a ser verdaderos músicos. Como la música, el amor es un arte que no se aprende ni cultiva en solitario, sino junto a la persona amada. Y hay que contar también con la ayuda de un maestro al que nos abrimos, dejando que sus palabras resuenen en nosotros y nos introduzcan en el arte de amar.

¿Quién es este amigo, experto en el arte de amar, que nos ofrece su amistad y su sabiduría? Lo dice así un escritor cristiano: “Muchos han tratado de entender el amor. Pero ninguno lo ha conseguido como los discípulos de Cristo. Porque tienen como Maestro a la misma Caridad”. Cristo es el Maestro del que tenemos necesidad para aprender a amar: Él nos ha amado primero y nos amará hasta el fin de nuestros días, sin reservarse nada. En su escuela cada uno aprenderá, no solo la fascinación de la música, sino el arte de tocarla, de componer nuevas melodías.

6. ¿El amor es algo espiritual o se vive y expresa gracias a nuestro cuerpo?

Nuestro cuerpo no es un objeto más. Se parece, es verdad, al resto de las cosas (tiene un peso, un tamaño, un color…). A veces otros lo tratan así: pasan a nuestro lado sin saludar o nos miran con ojos posesivos o nos tratan con violencia. Pero nos sentimos mal cuando esto ocurre. Y es que el cuerpo no está solo fuera de nosotros, no es solo lo que observo por fuera, sino también lo que siento por dentro, mi propia intimidad. Con el cuerpo hacemos cosas, pero en el cuerpo forjamos también nuestras inclinaciones, nuestros gustos y preferencias. El cuerpo no es solo una cosa que tengamos, sino algo que somos: las sensaciones que experimentamos, los deseos que nos mueven. De esta forma el cuerpo me habla. Es como si tuviese un lenguaje. ¡Y qué importante es saber descifrarlo! Quien no lo entiende no se entiende a sí mismo. El lenguaje del cuerpo me dice, en primer lugar: no eres un ser aislado. Por el cuerpo nuestra vida se manifiesta a otros, los acontecimientos nos afectan por dentro, participamos en el mundo que nos rodea. Gracias al cuerpo entendemos, también, que no nos hemos dado la vida a nosotros mismos. Nuestro cuerpo se formó, admirablemente, en el seno materno. Por eso el cuerpo te invita a mirar a tu origen: ¿de dónde vengo? Y el cuerpo responde con palabras de la Biblia: “tus manos me formaron en las entrañas maternas…” (Job 10,8; Jer 1,5). Es verdad que a veces no nos gusta nuestro cuerpo. ¿Y si fuera más alto, más fuerte, más atractivo? La respuesta suena: entonces no serías tú; y la gente que te ama de verdad te ama por lo que eres y como eres. Lo que importa no es tener un cuerpo perfecto, sino saber que tu cuerpo es bueno y aceptarlo como un regalo, incluyendo sus límites. Solo entonces aprenderás a entender el lenguaje del cuerpo, y sabrás también expresarte con él.

7. ¿Es verdad que nuestro cuerpo está hecho a imagen de Dios?

En nuestro cuerpo son evidentes las huellas de quien nos ha formado, los dedos del Creador que actuaron a través del amor de nuestros padres. Por eso, antes de nada, nuestro cuerpo nos “dice” que hemos sido hechos, que somos “hijos”. El cuerpo, además, nos “habla” de las personas que nos rodean y nos permite dialogar con ellas. La mano tendida es un signo de ayuda, la sonrisa es signo de aprobación, el abrazo un gesto de acogida. Y en el encuentro del hombre y la mujer, el cuerpo nos permite amarnos en totalidad, hasta hacernos una sola carne. El cuerpo, donde vivimos nuestra intimidad, nos abre a la intimidad con otras personas, permite compartir el mundo. Por eso el cuerpo nos invita a descubrir al otro y a acogerle en nosotros. En el encuentro del hombre y la mujer habla el cuerpo, a través de la sexualidad, el lenguaje del amor conyugal. Un lenguaje que, también en este caso, es difícil de aprender: hablarlo es todo un arte. Pero quien lo domina bien, evitando faltas de ortografía y usando las palabras correctas, puede comunicarlo todo, en la plenitud del amor.

Entendemos ahora por qué el cuerpo es tan importante para el hombre: es capaz de expresar el amor. Nos dice que venimos del amor y que vamos hacia el amor; nos dice que nuestra vida da fruto en el amor. En la primera epístola de Juan (1Jn 4,8) leemos que Dios es amor. Él no es un ser apartado de todo, solitario, encerrado en sí mismo. Sino el amor pleno y eterno entre el Padre y el Hijo, que se unen en el Espíritu Santo. Dios no vive en un monólogo, sino en un diálogo continuo de amor y vida. Y ese misterio de su vida interior lo ha querido comunicar a nosotros a través del cuerpo: en el cuerpo se puede inscribir la imagen de Dios, porque Dios es amor. Cuando recibimos nuestro cuerpo con gratitud, aceptándolo como un regalo; cuando expresamos con nuestro cuerpo el amor a los otros, acogiéndoles, ayudándoles. Entonces en el cuerpo Dios pone su sello, Dios se hace visible y se transparenta en el mundo. Y nos asemejamos a Él.

8. ¿El hombre y la mujer son en verdad diferentes, en qué consiste su distinción?

Ciertamente, el hombre y la mujer son diferentes. El cuerpo tiene su lenguaje, y este nos “habla” también de la diferencia sexual. Esta diferencia permite la unión más plena entre el hombre y la mujer: una unión fecunda, que puede dar la vida. La diferencia de la que hablamos, sin embargo, no se debe al desarrollo accidental realizado por la evolución biológica o a las diferentes culturas, con sus costumbres y modos de educar.

El hombre y la mujer no provienen del azar, sino del amor de sus padres, mediante el cual se manifiesta la fuerza creadora del amor de Dios. Si la diferencia sexual entre el hombre y la mujer fuera solo fruto de la casualidad o de los acontecimientos de la historia, también sería fortuito el amor que nos ha traído a la existencia, y la vida sería un viaje de la nada hacia la nada, como un sueño. La diferencia que existe entre un hombre y una mujer es más profunda que la que vemos entre las razas, las lenguas y las culturas. El hombre y la mujer son, no solo diferentes, sino también complementarios. Se necesitan el uno al otro para enriquecerse recíprocamente. Esto no quiere decir que hombre y mujer sean como las piezas de un puzzle. El hombre y la mujer no son una “media naranja” para el otro que, cuando se unen, quedan cerrados en sí, formando una burbuja. Su amor, por el contrario, se expande, da fruto más allá de ellos, construyen algo juntos y se abren a un misterio que siempre ofrece más. Y es que el amor entre hombre y mujer se basa sobre algo más grande que ellos dos. Ambos se unen en la dimensión de Dios, que les creó y escribió en sus cuerpos el lenguaje de la sexualidad; que les descubre el misterio de la persona amada y bendice su unión con el fruto de una nueva vida, de valor infinito. Sí, hombre y mujer, con la misma dignidad, son diferentes. La diferencia les obliga a salir de sí mismos, a aceptar al otro, a abrirse a un misterio más grande, el misterio mismo de Dios, hacia quien caminan juntos.

9. El sexo, ¿es algo corpóreo o espiritual?

La Iglesia prefiere, más que de sexo, hablar de sexualidad, porque la sexualidad afecta a toda nuestra vida y no solo a una parte de ella, a un órgano o a un deseo particular. La sexualidad, por otra parte, tiene distintas dimensiones: genética (hombre y mujer tienen distinto ADN), gonádica (diferentes órganos sexuales), fisiológica (distinta forma del cuerpo), psicológica (tenemos distinto modo de ser, de reaccionar afectivamente) y, por último, espiritual (la sexualidad toca a nuestro mismo centro como personas, a la manera en que amamos y somos amados). No son dimensiones separadas, sino que todas se unen en mi cuerpo, que es la fuente de donde brotan nuestras vivencias. Ser hombre o ser mujer no es un simple dato que ponemos en nuestro pasaporte, sino una dimensión de nuestra identidad, un modo de responder a la pregunta fundamental: “¿quién soy yo?” Pensemos, por ejemplo, en lo importante que es haber recibido la vida de otros, haber sido engendrado del amor de nuestros padres. Y también en la capacidad que tenemos para dar vida a otras personas. Esto no es accesorio, sino central para nuestra vida, y está unido a la sexualidad. Por eso la sexualidad no es solo una atracción hacia la otra persona, sino también un elemento que nos ayuda a comprendernos a nosotros mismos, a partir del cual nos construimos a nosotros mismos y nuestras relaciones.

La importancia de la sexualidad nos es bien conocida por la fuerza con la que se manifiesta. Los otros deseos corporales como el hambre, la sed, o las ganas de poseer algo se extinguen cuando obtenemos el objeto que buscábamos. No sucede lo mismo cuando anda por medio la sexualidad. ¿Cómo es esto? Es que la sexualidad, como hemos dicho, es una ventana abierta a un misterio, que no se dirige a una cosa, sino a la comunión con una persona. Por la sexualidad percibo que no puedo vivir para mí mismo. En ella encuentro una llamada profunda al amor, y en el amor se juega el sentido de mi vida. Si alguno la utiliza solo para darse fácil satisfacción, no realiza una comunión personal y se convierte en presa de un narcisismo estéril.

10. ¿Cómo comportarse cuando se experimenta la atracción hacia alguien?

Al hombre le atrae el cuerpo femenino, y a la mujer el masculino. Despiertan en ellos impulsos y deseos. Para aprender a amar es necesario descifrar el lenguaje de esta atracción sexual hacia la otra persona, que tiene tres niveles. El primero es el de la atracción física que experimentamos hacia la persona del otro sexo. Esta tiene tanta fuerza porque apunta a algo más grande que nosotros, al misterio de la persona amada. Solo quien descubre esa belleza más profunda puede descifrar el verdadero sentido de los deseos. Quien se queda solo en el placer físico acaba en desilusión: como ocurre con la droga, la sexualidad cada vez le da menos placer y cada vez le hace más adicto a ella. Está luego el nivel psicológico de la sexualidad: nos atraen las cualidades masculinas o femeninas de la otra persona. Es el mundo de los afectos y sentimientos que me ligan al otro. Estos son tan bellos porque veo en ellos la posibilidad de construir un mundo común: la otra persona se hace presente en mí.

Ahora bien, los sentimientos van y vienen, como las olas del río. Muchas de esas olas se estrellan en la orilla y allí se acaba su fuerza. Pero el río tiene un movimiento más profundo, el de su corriente, que le conduce hacia el mar. El arte de amar es lograr que mis sentimientos se vuelvan también hondos, que impulsen la vida, que hagan madurar y crecer el amor mutuo. Para ello he de descubrir que, más allá del sentimiento, está el encuentro con la otra persona, que me aparece como alguien único, singular, distinto de todas las demás cosas. Es el nivel personal de la sexualidad, en que aprendo a “vivir para el otro” trenzando una vida común. El periodo de noviazgo sirve para comprobar si nuestra atracción y sentimiento han madurado hasta el fondo, si hemos llegado al nivel personal. ¿Nos movemos todavía según las vibraciones del río, que se estrellan en la orilla? ¿O hemos encontrado un amor estable, que abre un camino, el de la corriente que va hasta el océano, llenando de vida sus márgenes?

11. En mi cuerpo siento una llamada a amar: ¿cómo puedo responder a ella?

Nos cuenta la Biblia (1Sam 3,1-18) que el joven Samuel escuchó, en la noche, una llamada. Se despertó por tres veces y preguntó quién le había llamado, pero sin respuesta. ¿Era solo su imaginación? Algo parecido nos ocurre a nosotros. En nuestro cuerpo sentimos también como una llamada, y vamos preguntando quién será su origen y qué querrá decirnos. Como Samuel, nos dirigimos a quienes tenemos cerca: “¿me has llamado tú?”

El camino del amor, decía Juan Pablo II, es como subir por un torrente que viene de la montaña, hasta encontrar el manantial. Para entender adónde nos lleva el amor, hemos de descubrir de dónde viene. ¿Quién ha escrito en mi cuerpo estos deseos de amar? ¿Por qué me fascina tanto la belleza? Y, ¿cómo hacer que mi vida esté a la altura de esa llamada, que sea también una vida bella?

Como hemos visto, nuestro cuerpo nos revela ante todo que el manantial del amor es Dios, que nos ha creado a través del amor de nuestros padres. Es Él quien nos habla, es Él quien nos llama al amor. Para responderle basta aceptar con gratitud el don de la vida y ponernos a su disposición como hijos. Solo si somos hijos, si recibimos el don de Dios, descubrimos que el amor nos convoca a una entrega. Entonces entendemos el amor esponsal: Dios me ha dado a esta persona para que la ame; Dios ha confiado mi vida a esta persona que me ama y recibe. ¡Somos los dos un regalo del Padre! Y si nuestro amor bebe del manantial, que es el origen del amor, entonces los dos juntos rebosaremos vida, con amor paterno y materno, dando un fruto insospechado. Ser hijos, esposos, padres: es la mayor respuesta a la llamada del amor.

12. El pudor que experimento ante la sexualidad, ¿no es acaso una limitación que hay que superar?

El pudor es un sentimiento con doble significado. Tiene un lado negativo: con ella queremos esconder algo, evitar que salga a la luz. Pero hay también una vertiente positiva: si escondemos algo es porque tiene valor, porque comprendemos que es bello y precioso y no queremos que otros abusen de ello. Se ha comprobado que en todas las culturas, aun las más primitivas, existe el pudor en el comportamiento sexual. Es que se trata de una experiencia fundamental que revela el significado principal de nuestra vida y nuestras acciones. No solo sentimos pudor en relación a la sexualidad, sino también en todo lo que toca a nuestra intimidad. Nuestra intimidad es algo precioso y solo la revelamos a quien la recibe con aprecio en un marco de mutua comunicación. Por eso nos enfada que un amigo revele nuestros secretos sin nuestro permiso. Pues bien, la sexualidad es una dimensión de la intimidad humana que toca al centro de quiénes somos. Tiene que ver con la capacidad de amar, con la verdad del cuerpo, con el hacerse “una carne” en el amor entre hombre y mujer (Gén 2, 24). La revolución sexual de nuestros días ha denigrado el pudor, como si fuera propio de personas reprimidas. Pero el efecto real ha sido banalizar la intimidad humana. Vivir en plenitud la sexualidad no consiste en dejar atrás el pudor, sino en descubrir el rico significado que contiene y la intimidad que permite.

13. Si el sexo es un impulso natural, ¿por qué hay tantas normas que lo prohíben?

La sexualidad, las inclinaciones que conlleva, son cosas naturales. Pero no se pueden vivir de cualquier manera. Hace falta interpretar su lenguaje, descubrir su significado. No pueden ser fuerzas que tiren de nosotros en distintas direcciones, dividiendo nuestra vida. ¿Cómo integrarlas en un solo haz? De esto depende nuestra respuesta a la gran llamada, la gran “vocación al amor” que es la vida del hombre en la tierra. En la sexualidad está en juego nuestra capacidad de amar y por eso hacen falta indicaciones que nos ayuden a orientarnos: las normas morales no representan solo reglas y prohibiciones, sino que nos permiten reconocer errores en nuestras acciones, errores que nos hacen daño.

Es como el árbol que, cuando es pequeño, necesita que lo atemos a un palo recto, y protejamos con una valla sus raíces, para que pueda hacerse alto y dar mucho fruto. Lo importante en el árbol no es la verja que lo protege, ni el pequeño palo que lo endereza, sino el fruto y la sombra que llegará a dar. Lo mismo ocurre en nuestras acciones: lo más importante no son los límites sino, sobre todo, el camino hacia una perfección. Pero existen unos mínimos. Por debajo de ellos no se da el amor verdadero. La Iglesia no solo enseña las normas que prohíben los actos malos (actos, es bueno recordarlo, que en primer lugar hacen malo a aquél que los realiza), sino que se preocupa sobre todo por transmitir el significado pleno de la sexualidad. No nos dice solo un “no”. La Iglesia sobre todo nos invita a pronunciar un gran “sí”, a abrazar nuestros deseos más verdaderos. Y para hacerlo, nos recuerda que es necesario poseer una virtud: la castidad. Castidad no significa “no realizar actos sexuales”. La castidad consiste en unificar todas las aspiraciones y deseos del corazón para que puedan expresarse en plenitud, en comunión con la persona amada. La castidad significa integrar todos los significados de la sexualidad para que puedan ser vividos plenamente. La castidad significa amar de verdad.

14. ¿Por qué la masturbación es un pecado, si no hago mal a nadie?

El pecado no es solo lo que daña al otro. Pues puedo dañarme a mí mismo, incapacitarme para el amor verdadero, aunque no dañe directamente a otra persona. Esto es lo que ocurre en la masturbación, donde busco la excitación sexual para mí mismo. Con ello hago expresarse a mi sexualidad en contra de sus significados básicos: la unión con la otra persona y la fecundidad. Es como si mintiese con mi cuerpo. Este pecado lo suele provocar la tristeza de quien se siente solo y conduce a una tristeza todavía mayor: el vacío de un placer sin sentido.

La malicia de este acto se comprende mejor cuando descubrimos la luz contenida en la pureza. Esta consiste en unos ojos limpios, que permiten descubrir una luz especial, la luz del amor. Mi sexualidad se comprende entonces como una fuerza para entregarme a la otra persona y descubrirla en su dignidad. El cuerpo de la otra persona se respeta en su belleza, a la luz del amor. “Bienaventurados los limpios de corazón”, dice Jesús (Mt 5,8). Esta bienaventuranza promete nada menos que la visión de Dios, cuya clave es precisamente el amor. Los limpios de corazón son capaces de mirar el mundo con una mirada nueva, pues descubren la luz del amor, que viene de Dios. Por eso sus fuerzas de amar no están desperdigadas, sino unidas: el amor es un centro que ordena todas sus fuerzas para amar y les da armonía y belleza. Y pueden querer con toda el alma una sola cosa. La guarda de los sentidos, en especial la vista, es necesaria para vivir con alegría y fidelidad la vocación al amor.

15. ¿Cómo debe comportarse quien siente una inclinación sexual ante una persona del mismo sexo?

Si queremos comunicar algo no podemos usar las palabras en el orden que nos parezca. El lenguaje tiene sus propias leyes, su gramática, que no depende solo de mis sentimientos o mis inclinaciones. Pues bien, del mismo modo ocurre con el amor y su lenguaje. Por eso no es suficiente que sienta en mí una inclinación para que un acto sexual sea bueno. Hace falta que me exprese según el lenguaje del acto conyugal, que viva íntegramente sus significados objetivos y corpóreos. ¿Cuáles son estos significados? La unión de hombre y mujer en una diferencia sexual, que es capaz de crear comunión y hacerse fecunda porque está abierta a la vida. Ahora bien, son estos precisamente los significados de que carece un acto homosexual. Si uso el lenguaje de la sexualidad contra estos significados, no estoy comunicando la verdad del amor, vivo en una ficción.

Es importante distinguir: cuando digo que realizar un acto homosexual es malo no estoy diciendo que la persona con inclinación homosexual sea mala. Los actos son intrínsecamente malos: carecen de los significados básicos para realizar la comunión de personas por medio de la sexualidad. En cambio, la persona no es mala por sentir esa inclinación. Al decir que los actos homosexuales son malos tampoco estamos discriminando a nadie. En efecto, los significados de la sexualidad son objetivos y válidos para todos, igual que una lengua tiene la misma gramática para todos. Lo que se pide a la persona que experimenta inclinaciones homosexuales es lo que se pide a todos: vivir la castidad en el propio estado. Es verdad que esta persona puede sentir mayor dificultad subjetiva para esto, según la fuerza de esta inclinación desordenada. Por eso se requiere una ayuda próxima y comprensiva por parte de la comunidad eclesial.

16 ¿El amor es exclusivo, o podemos enamorarnos de dos personas al mismo tiempo?

Hay enamoramientos que parecen suceder de golpe, sin que nos demos cuenta. Por eso se habla de amor a primera vista. Al dios pagano Cupido, responsable de estos amores, se le representa como un niño con alas, armado con una flecha que traspasa los corazones de los amantes. Se sugiere así la idea equivocada de que el enamoramiento sucede sin que podamos hacer nada. Afortunadamente no es así: el amor no prescinde de nuestra libertad. Podemos sentir gusto en la presencia de otra persona y en el trato con ella. Pero esto no es directamente signo de un amor verdadero. Por eso se puede sentir hacia varias personas. La cosa cambia cuando nos implicamos personalmente en el amor para construir una intimidad común, viviendo el uno para el otro. Aquí se requiere apreciar que la otra persona es única, en su cuerpo y en su espíritu. Por eso se experimenta una progresiva exclusividad en ese amor. Ya no se puede tener de igual modo hacia dos o más personas.

Cuando creemos que estamos enamorados no podemos concentrarnos solo en la intensidad de nuestro sentimiento. Estos pueden cambiar con rapidez e incluso apagarse. Lo que determina un amor verdadero no es solo la fuerza del sentimiento, sino la intención de “vivir para el otro”. Por tanto, enamorarse no es algo que simplemente “me sucede” pasivamente. Es un proceso por el que la otra persona se va convirtiendo poco a poco en un fin de mi vida (y así, en una vocación). No es un mero instante que fascina, sino una llamada, cuya respuesta requiere la madurez interior y la fidelidad en el tiempo. El amor no depende de un momento de fascinación, sino de la respuesta voluntaria y libre que damos a una llamada. Al profundizar en el conocimiento de la otra persona se madura en la relación mutua y es posible construir una vida común, contenido propio de la promesa matrimonial.

17. Si el sexo es algo bueno, ¿por qué en la Iglesia hay gente que no se casa y consagra su virginidad a Dios?

Al hacerse hombre, Cristo inauguró un nuevo modo de vivir el camino de amor hacia el Padre, un nuevo modo de expresarse con el lenguaje del cuerpo, de vivir con plenitud también la sexualidad. Lo hizo así porque, para hacer eterno el amor, había que trasformarlo, hacerlo semejante a Dios mismo. Con este nuevo lenguaje Jesús pudo amar a los hombres totalmente, entregándose por todos, con nombre y apellido, con una entrega esponsal, única. Y dijo: “Tomad, esto es mi cuerpo” (Mc 14,22).

Las personas que se consagran y viven virginalmente en la Iglesia, siguen este modo de vivir de Jesús. Pueden vivir así porque participan de Cristo y reciben su llamada singular. Recuerdan a todas las parejas pasadas que su amor viene de Dios y que tiene que caminar siempre hacia Dios. Nos enseñan a ver la meta del amor, más allá de la muerte, en el abrazo del Padre misericordioso. Vivir virginalmente no es una renuncia del cuerpo. Al contrario, este amor se vive también en el cuerpo, y se vive como hombre y mujer. Es más, la persona consagrada nos enseña a ver la gran dignidad del cuerpo: es capaz de entregarse totalmente a Dios, de hacerle transparente en el mundo, de hacer vivo su amor divino. Entendemos así que el amor de Dios no es abstracto, sino real y concreto, que toca nuestro corazón de carne y lo llena, que nos hace capaces de vivir totalmente entregados a Él.

18. ¿No es excesivo un amor para siempre?

Parece imposible que dos personas que no son eternas prometan un amor eterno. Y, sin embargo, no hay un enamorado que, cuando se declara a su enamorada, no diga que el suyo será un amor “para siempre”. El sentimiento puede cambiar, la atracción física disminuir; pero el amor, recordemos, llega más hondo que las atracciones y sentimientos. Es como la corriente profunda que empuja el agua del torrente hacia el mar, el último destino de la persona. Solo cuando miran a este destino, los enamorados sienten vibrar la promesa de algo más grande, y se hace posible amar para siempre. Es que en ese destino, que está inscrito en la persona, se percibe algo eterno.

Para amar para siempre debemos entonces reconocer lo que hay de eterno en la otra persona: su nombre, su historia, su destino. Sin la ayuda de Dios y de su amor, que se manifiesta también mediante la relación con la familia, los amigos y la misma Iglesia, es imposible tener fe en esta promesa de eternidad. Alguien preguntará: ¿no dejamos de ser libres cuando decimos para siempre? ¿no es mejor vivir sin compromisos? Pero sucede justo al revés. Para decir “para siempre” hay que tener el futuro en las manos. El que no puede prometer, ese vive solo en el presente estrecho, no tiene espacio para moverse, el futuro no es suyo… no es libre. No puede proyectar el mañana ni soñar en dar fruto. Solo tiene un camino quien no cambia de horizonte. La promesa de eternidad que vive en el amor, requiere ser mantenida paso a paso. El “para siempre” que lleva dentro de sí se juega en el “día a día”, construído con la paciencia y el perdón.

19. Si estamos sinceramente enamorados, ¿por qué no entregarnos sexualmente antes del matrimonio?

La sexualidad es una dimensión propia del amor entre el hombre y la mujer, pero no todas sus expresiones son justas: todo depende de la verdad del amor que expresan. Todo depende de la verdad del amor que expresen. Comprendemos fácilmente que no basta con “gustarse” para realizar un acto sexual con otra persona. Es que la verdad de tal acto no es “gustarse juntos” sino formar una vida en común. Por eso la verdadera unión sexual con el otro exige una comunión de personas: es la entrega real y definitiva de “vivir para el otro”. Por eso, antes del matrimonio, las manifestaciones afectivas y sexuales deben respetar la verdad de un don recíproco, que no se ha dado todavía en plenitud. Si realizo el acto conyugal sin haber dicho a la otra persona un “sí para siempre”, entonces estoy mintiendo con mi cuerpo. Mi sexualidad expresa algo (te amo para siempre) que no quiero de verdad decir a la otra persona. La experiencia enseña que las relaciones prematrimoniales no hacen más estables a los matrimonios, sino al revés. La razón es que enturbian gravemente el sentido de entrega propio de la sexualidad humana.

20. ¿No impone el matrimonio demasiadas normas y responsabilidades, todas a la vez?

Para amar, hay que abandonar el individualismo. Si esto no ocurre, entonces el matrimonio es solo una convivencia satisfactoria, en que importan sobre todo los deseos subjetivos de quienes conviven: mis gustos, mis ideas de la vida, mis proyectos. Pero entonces, cuando llega una desilusión, o la frustración ante dificultades, se descubre lo frágil que es el vínculo. Pero el matrimonio es mucho más que dos personas que se unen para conseguir cada uno su propia felicidad. El matrimonio es una comunión de dos personas. Su grandeza es que cada esposo vive “para otro”, y por eso puede realizar un plan que supera los deseos de los dos amantes. Hay algo más grande, un “nosotros” común, una historia juntos: ambos dicen “sí” al bien de la comunión entre ellos. Y ahora la medida de la unión ya no son los deseos subjetivos de cada uno. Lo que les une es la grandeza de una promesa que han visto en la otra persona y les supera a los dos: perciben en su amor una promesa de Dios hacia ellos. Por eso, el contenido del matrimonio no queda al capricho de los esposos, sino que obedece a un plan de Dios al que consienten el día de su boda. Y ahora no solo se prometen el amor que sienten: dicen “sí quiero” a lo que Dios les promete, con toda su grandeza y sus exigencias. Por eso la “comunión de personas” nunca se acaba en la simple situación de estar juntos, sino que requiere la promesa de una “íntima comunidad de vida y amor” (Gaudium et spes, n. 48).

21. Si el amor entre el hombre y la mujer es algo natural, ¿por qué hace falta casarse por la Iglesia con un sacramento?

El primer milagro de Jesús tiene lugar en las bodas de Caná (Jn 2, 1-11). Dos esposos estaban celebrando su matrimonio cuando se acabó el vino. Entonces Jesús quiso hacerles un regalo, el regalo de su amor, de su gozo. Para ello les pidió algo humilde (el agua) y la convirtió en algo mejor, en aquello de lo que tenían necesidad (el vino). Aquello que ocurrió en Caná es lo que sucede cuando celebramos un sacramento como el matrimonio. Jesús, para hacer el regalo de su vino, pide a los esposos que le presenten el agua de su amor humano, la entrega que se hacen el uno al otro, el “Sí” que se intercambian. Jesús toma este amor tal como es para hacerse presente en él, para hacerlo signo del amor que le une con su Iglesia. El don que reciben los esposos es su bendición, su fuerza, su amor divino, el único capaz de sostener el amor que les une. Por eso es muy importante que nos casemos en la Iglesia de Cristo: porque solo si llevamos ante Él nuestro débil amor, podemos amar a la otra persona como Él nos ha amado.

22. ¿Por qué dos esposos que se dan cuenta de que se han equivocado no pueden divorciarse?

Cuando nos equivocamos, cosa que sucede a menudo en la vida, es necesario corregirse: en el trabajo, en el familia, en la sociedad. Sin embargo, con el amor, las cosas son distintas. Si dos personas se aman y deciden casarse, su elección no puede tener fecha de caducidad. Nadie dice “te amo hasta el 30 de Junio” o “te amo los viernes por la tarde.” El amor se alimenta de una fidelidad que requiere permanencia por encima de las pruebas.

Es imposible hablar del amor entre esposos sin asumir su continuidad en medio de las dificultades, “en la prosperidad y la adversidad, en la salud y en la enfermedad”. La entrega conyugal es incondicional. Esta entrega no puede cuestionarse, sino que encuentra en las pruebas la posibilidad de manifestar su verdad. Cuando lleguen los problemas tenemos que pensar: no nos hemos equivocado al amar, ni cuando elegimos entregarnos, sino que hemos de seguir amando de un modo que responda a estos acontecimientos concretos de la vida, que nos vienen sin elegirlos nosotros. Las dificultades de la convivencia, en especial cuando se sufre la infidelidad del otro cónyuge, son motivo de grandes sufrimientos que hacen difícil o incluso imposible continuar viviendo juntos. Es aquí donde el cristiano sabe que experimenta una fidelidad mayor que sí mismo: es la fidelidad de Cristo a la Iglesia. Cristo es fiel aunque el hombre sea infiel. Por eso el cristiano, aun abandonado injustamente, encuentra sentido en su fidelidad plena al compromiso adquirido, que excluye cualquier tipo de unión posterior mientras viva el otro cónyuge. La gracia del sacramento le permitirá descubrir este sentido y convertirlo en fuente de vida y de perdón. Un amor que perdona es un amor que permanece y descubre la fuente del amor eterno de Dios (1Co 13,8).

23. ¿Es posible considerar modelos de familia diversos del “tradicional”?

A veces los problemas en la familia son tan grandes que parecen insuperables: la música del amor parece que se ha apagado, o nos cuesta perdonar las ofensas recibidas… En estos momentos debemos recordar que lo que nos une como familia es algo más grande que nosotros mismos y nuestros problemas. Aquello que une a los esposos, su bien común, es más importante que el bien de cada uno tomado individualmente. En vista de tal bien merece la pena seguir adelante. En todo caso, la solución nunca es echar todo el pasado por la borda y empezar de cero: la vida del hombre no se puede “reinventar” cada vez que las condiciones son desfavorables.

Los problemas que afectan a la intimidad de las personas no se resuelven con soluciones técnicas a lo que es en verdad una cuestión personal, que pone en juego la felicidad y libertad humanas. En concreto, hay que rechazar la imagen de una “familia a la carta” como solución a los problemas familiares. La construcción de una familia es la formación de una comunión de personas que cuenta con un plan trascendente, más allá de las simples decisiones humanas. Esto hace estables e incondicionales las relaciones familiares, que son soporte imprescindible para la madurez personal y base de la sociedad. No se puede pretender igualar la realidad de una familia fundada en el auténtico matrimonio con otro tipo de uniones que dependen solo del deseo subjetivo de las personas.

Considerar distintos “modelos familiares” es ignorar la relación entre los deseos humanos y la plenitud de vida que ofrecen. En estos modelos familiares “alternativos” el deseo de las personas no comparte todos los bienes de la unión matrimonial y no garantiza ninguna estabilidad, lo cual daña tanto a los que constituyen este núcleo familiar “alternativo”, como a la sociedad. El don de la estabilidad, la educación inicial de los hijos y la acogida de las personas que ofrece la familia son bienes que deben ser apreciados por el Estado y reconocidos como el fundamento de las políticas familiares, por la aportación inmensa que las familias ofrecen a la sociedad. Solo la familia con su estabilidad garantiza de hecho un verdadero progreso social.

24. Si el amor humano es en sí algo tan bueno, ¿por qué no basta un matrimonio civil?

Sabemos que el amor humano es muy frágil, su lenguaje nos es oscuro y el camino al que nos conduce es difícil de seguir. Por eso es importante que el hombre y la mujer pongan delante de Cristo su promesa: solo de este modo, como en Caná, Él recibirá el don de los esposos y lo hará crecer, trasformándolo en algo mejor, más fuerte. En el matrimonio religioso el hombre y la mujer piden a Jesús participar de la fuerza de su amor, el mismo amor que le ha permitido sacrificarse hasta la muerte. Este es el regalo que marido y mujer reciben de Cristo el día de su boda: la misma caridad de Jesús, ese amor que le hizo entregarse hasta la muerte. Ese amor es el Espíritu Santo (Rom 5,5), que se derrama sobre hombre y mujer en el matrimonio. Ahora se pueden amar con caridad conyugal, su amor se transforma en el vino del amor de Cristo. En el sacramento los esposos se aman como Cristo les ama. Desde Cristo descubren que son acogidos, amados, perdonados. Además, a través de Cristo su amor se hace fecundo en vida eterna: ya no entregan a sus hijos solo la vida de la tierra, sino también una vida hacia el cielo. Se hacen instrumentos por los que Dios transmite su paternidad divina.

25. ¿Existe un momento justo para tener hijos y un momento en el que conviene cerrarse a la posibilidad de la procreación?

Nadie desea una vida infecunda. Encerrarse en los propios intereses y conveniencias es el mejor modo de arruinar la propia vida. Pero no es fácil vivir la fecundidad, que requiere gran madurez interior: estar dispuesto a una nueva entrega más allá de lo que uno controla o domina. Por eso la fecundidad es una dimensión del amor que no depende de las meras decisiones humanas o de un criterio nuestro subjetivo y no puede ser guiada solo por nuestros deseos. Contraer matrimonio supone entonces estar dispuestos, en condiciones normales de salud y de edad, a recibir hijos de Dios. La disposición inicial a tener hijos se vive dentro de unas circunstancias concretas, en que los cónyuges son responsables del bien común de toda la familia. La posibilidad de recibir un hijo de Dios se ha de vivir según esta responsabilidad. Es aquí donde los cónyuges pueden juzgar si conviene o no una nueva concepción. Es un juicio que corresponde solo a los esposos ante Dios, teniendo en cuenta los motivos graves asociados a la grandeza de recibir una nueva vida. Este juicio práctico, aunque a veces pueda ser negativo, no es una cerrazón a la vida, ya que no quita la disposición a aceptar el juicio de Dios, Señor de la vida. Solo Él puede decidir en última instancia acerca de la existencia de un nuevo ser. Por eso la paternidad responsable puede juzgar que no es conveniente un nuevo embarazo, pero no puede decidir que no quiere de ningún modo que un hijo venga al mundo. Esto sí sería una decisión anticonceptiva, cerrada a la vida.

26. ¿Por qué debemos estar abiertos a la procreación?

La procreación es uno de los significados propios del amor conyugal que no puede ser nunca negado. Pues los esposos, en cada acto, se comunican totalmente, tal y como son, incluyendo también el don de la fecundidad. Cuando no quiero donar esto a mi cónyuge no me estoy entregando del todo.

“La posibilidad de procrear una nueva vida humana está incluida en la donación integral de los esposos. […] De este modo no solo se asemeja al amor de Dios, sino que participa de él, que quiere comunicarse llamando a la vida a personas humanas. Excluir esta dimensión comunicativa mediante una acción que trate de impedir la procreación significa negar la verdad íntima del amor esponsal, con la que se comunica el don divino” (Benedicto XVI).

Este significado procreativo se fundamenta en el lenguaje del cuerpo y no es una mera intención de los cónyuges, sino la expresión de su amor, que se manifiesta mediante el acto conyugal. Por eso un acto sexual entre los esposos al que intencionadamente se priva del significado procreativo, no se puede considerar conyugal, y es por tanto inmoral. Del mismo modo que tampoco es verdadero acto conyugal uno que se impone a la otra persona contra su voluntad, pues se suprime ahora el otro significado del acto: la unión de amor entre los esposos. La realidad del cuerpo impide la reducción de la fecundidad a una mera intención genérica o global en la existencia. Esta se hace presente en toda donación corpórea. Por eso no basta estar abiertos a la vida en general, y luego realizar actos anticonceptivos; igual que no basta tener una actitud general de aprecio por la verdad, si luego en ocasiones decimos una mentira.

Esta dimensión de la fecundidad no se manifiesta solo en la procreación, sino también en la educación de los hijos. La persona humana no se produce, sino que se engendra, y la educación es la expresión continuada de la generación humana. La paternidad responsable significa custodiar y educar a los hijos hasta que alcancen la madurez suficiente para encontrar su propia vocación al amor.

27. ¿Por qué no acudir a los distintos anticonceptivos? Las técnicas de planificación natural de la fertilidad, ¿no son acaso unos anticonceptivos permitidos?

Las técnicas anticonceptivas privan deliberadamente al acto conyugal de su dimensión procreativa. Los esposos que los usan han decidido renunciar a su fecundidad, a través de un acto intrínsecamente malo, contrario a la verdad de su amor conyugal. Pero supongamos otro caso distinto: dos esposos prevén que un acto sexual será fecundo y juzgan responsablemente que no es conveniente concebir un hijo. Por eso consideran inconveniente el acto y no lo realizan. Ahora no se trata de un acto anticonceptivo, porque los esposos no actúan contra ninguno de los significados de su amor conyugal. Por el contrario, estamos ante un ejercicio de responsabilidad dentro de una disposición real de  apertura a la vida. He aquí, la diferencia fundamental entre las técnicas anticonceptivas y los métodos naturales: los unos manipulan el significado del acto conyugal, los otros favorecen la acción responsable de los esposos. La diferencia es de contenido y no ligada al hecho de que unos son artificiales y otros naturales. Los unos son inmorales, los otros pueden ser aceptados.

28. El aborto, ¿no puede ser considerado en algunos casos límite, un mal menor?

Un acto es moralmente malo porque daña a la persona que lo comente. Más allá de sus consecuencias o de la intención subjetiva, el aborto es el homicidio de un inocente y el que lo realiza se convierte en un homicida. Por eso la gran víctima del aborto es la mujer que elige hacerlo. Es ella la que necesita más ayuda para sanar la herida terrible del mal cometido. El aborto no es nunca un mal menor. Llegar a comprender las razones de quien quiere abortar no impide desenmascarar los falsos argumentos con los que se intenta justificar el mal. Los cristianos deben ayudar a cada persona, a través de un ejercicio de verdad, a reconocer su culpa y a recibir la misericordia de Dios. La Iglesia no solo lucha por defender el derecho del más débil, del no nacido; sino también por ayudar a las madres que tienen dificultad para llevar adelante a sus hijos; y por “sanar” a las que han abortado, ayudándolas en el difícil camino de arrepentimiento y reconciliación.

29. Si no se tienen hijos y se desean mucho, ¿por qué no recurrir a las técnicas de reproducción asistida?

El deseo de paternidad de cada pareja de esposos es siempre lícito, justo y bello. Un hijo, sin embargo, es algo más que un deseo, es algo demasiado precioso para que pueda depender solo de una decisión personal. Al hijo no podemos desearle como se desea un objeto, que se consigue a base de esfuerzo o dinero. La única forma de recibir un hijo es acogerle en toda su dignidad personal. Las técnicas de reproducción asistida siguen una lógica productiva: eliminan cualquier producto (hijo) defectuoso, congelan los embriones, investigan sobre ellos y destruyen aquellos que no se consideran convenientes. Esto es, obran de modo contrario a la dignidad personal.

Solo se puede recibir a un hijo como un don de Dios. Así lo recuerda Eva, la primera mujer, la primera madre de la historia: “He concebido un hijo con la ayuda de Dios” (Gén 4,1). Por eso no puede decirse que los cónyuges “tengan derecho” sobre una persona, sino que se han de disponer a recibirla con el agradecimiento de un don. Lo contrario se opondría a la dignidad del hijo. La Iglesia conoce bien el sufrimiento de los esposos que no pueden tener hijos. Les ayuda informándoles de los medios lícitos para tenerlos y liberándoles del deseo de procrear “a toda costa”, invitándoles más bien a descubrir su fecundidad dentro del plan de Dios. La Iglesia les hace ver la fecundidad dentro del plan de Dios, que también se puede vivir por la adopción, la acogida o la entrega generosa en el cuidado de la infancia.

30. Si el amor es cosa de dos, ¿por qué, para casarnos, es necesario una celebración pública?

Nuestra vida se apoya siempre en otros, los necesita, como necesitamos oxígeno para respirar. Necesita sobre todo a Dios, que sostiene el amor, lo hace durar y le permite crecer. Por esto tenemos necesidad de una celebración pública: porque en el rito religioso se manifiesta la petición de ayuda a aquellos que nos ayudarán a construir el amor. Es la ayuda de nuestras familias, de nuestros amigos, de la sociedad. Es la ayuda de Dios, que nos promete su presencia.

El amor de los esposos tiene una dimensión social. Solos no pueden amarse. El amor que sienten lo han aprendido en una familia, y con su familia construyen la sociedad. Por eso su amor no es algo privado, que solo les concierna a ellos. Al entrar en la Iglesia, el amor de los esposos pide ayuda, reconoce necesitar apoyos: los de otras familias, los de la sociedad, de la comunidad creyente, de Dios. La Iglesia, en la liturgia, dice a los esposos algo importante: “no estáis solos. Yo os ofrezco un lugar en el que construir vuestro hogar. Yo os abro a una gran familia para que os apoyéis en ella para fundar la vuestra. Solo así podréis vivir plenamente vuestro destino de amor y acoger los dones que Dios os dará.”

Y, a la vez, en esa liturgia, los esposos se preguntan: ¿qué podemos hacer nosotros por la Iglesia? La construiremos en lo pequeño, en el día a día, con el testimonio de nuestro amor y trabajo. Haremos de nuestra vida una liturgia, de nuestro hogar un templo donde oramos y enseñamos a nuestros hijos a orar, de nuestro trabajo una alabanza al Señor, fuente de todo bien. Seremos una pequeña iglesia, una iglesia doméstica.

Preparado por el Instituto Pontificio Juan Pablo II para estudios sobre el Matrimonio y la Familia


¿Para qué sirven los mandamientos?

(Para bajar el artículo en Word: Sentido de las exigencias morales y los Mandamientos)

Sentido de las exigencias morales y los Mandamientos

Para descubrir la cara positiva de los Mandamientos

Hace unos tres mil seiscientos años Moisés bajó del monté Sinaí con dos tablas que tenían escritos diez preceptos morales. Desde entonces los Diez Mandamientos han sido considerados como resumen fundamental de la ley moral.

En este artículo intentamos explicar todo lo brevemente que podamos, para qué sirven y qué sentido tienen estas reglas de la conducta humana.

Dos consideraciones previas

Vamos a considerar un aspecto de la moral cristiana. Por más importante que sea llevar una vida moralmente recta, quisiera prevenir a los lectores del riesgo de reducir el cristianismo a su dimensión moral: ser cristiano no consiste primariamente en seguir unas exigencias morales.

Ser cristiano es una gracia, que eleva al hombre por encima de sus capacidades naturales: lo hace hijo de Dios, partícipe de la naturaleza divina. Esta transformación lleva consigo una vida nueva, que consiste en el seguimiento de Cristo, tendiente a la identificación con El.

Precisamente por esto, la vida cristiana supone unos standards de moralidad altos: es exigente y no podría dejar de serlo sin renunciar a sí mismo. La vida divina en nosotros nos llama a la perfección: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48).

En un segundo momento quisiera advertir que la vida moral no se identifica con el cumplimiento de un  reglamento.

Si concibiéramos la vida cristiana como un reglamento a cumplir, concluiríamos que lo importante es evitar el pecado —faltar a la norma—, y así caeríamos en un reduccionismo, que nos haría perder lo más valioso del cristianismo, lo que da sentido a todo lo demás. Nos sucedería lo que a un automovilista que estuviera tan  pendiente de no cometer infracciones, que perdiera de vista la maravilla del auto que conduce y sobretodo adonde se dirige.

Lo importante es saber a donde voy, y dirigirme hacia allá lo mejor que pueda. En el caso de la vida cristiana, la santidad, la identificación con Cristo, que divinizará nuestra vida. Esto llegará a su plenitud en la vida eterna, y nos hará absoluta y definitivamente felices.

Seres falibles, que necesitan luchar

La maravilla de la vida cristiana, se da en seres falibles. Experimentamos que el pecado original dejó en nosotros un desorden —la concupiscencia— con una inclinación al mal, que hace que nuestro ascenso a la perfección no sea sencillo ni esté exento de dificultades, defectos y caídas.

Esto hace que la lucha en que consiste la vida cristiana, tenga dos dimensiones: una positiva de crecimiento en virtud y en el amor, de santificación de la vida; y otra negativa, de lucha para no cometer pecados y de purificación de los pecados cometidos. Y ambas igualmente importantes.

Nuestra mira no se reduce a evitar el pecado, sino que se orienta a crecer en la fe, en la esperanza y el amor; crecimiento que supone evitar lo que lo contraría. Crecimiento que obviamente requiere la eliminación de lo malo que hay en nosotros (aquí es donde aparece el papel central de la confesión en el “proceso” de santificación de las almas).

Para lograr la mejora personal, se hace necesario “descubrir” las exigencias positivas de la moral cristiana, que podemos encontrar escondidas detrás del breve enunciado de cada mandamiento, que en el fondo “regula” un ámbito de la vida de la persona.

¿Qué son los Mandamientos?

Los Mandamientos son reglas de moral. Como una regla escolar mide los centímetros de un papel, los mandamientos nos sirven para “medir” el bien y el mal de las acciones humanas. En diez sentencias, resumen el bien y el mal que el hombre puede realizar. Un resumen realmente admirable por su concreción, que judíos y cristianos consideramos como revelados por Dios.

Las «reglas» no son arbitrarias…

¿Qué significa que algo sea bueno o malo? ¿Qué relación tiene con la prohibición divina?

El motivo por el que algo está mal no es que Dios lo haya prohibido para probar nuestra obediencia.

Dios tiene un proyecto coherente. Crea al hombre con una naturaleza concreta, de manera que para alcanzar su plenitud y perfección tiene que obrar de una determinada manera, según esa naturaleza que tiene.

Si el hombre come veneno se muere, pero no porque Dios lo haya dispuesto así caprichosamente, como si la muerte fuera un castigo por desobedecer a su orden de no comer veneno. Se muere porque Dios creó al hombre de tal manera que hay algunos alimentos buenos para su organismo y otros malos: que le hacen daño. Esto depende de leyes químicas y biológicas de la digestión y nutrición que Dios puso en su organismo. Decimos puso en el sentido que es como funciona: está inscripto en su misma naturaleza corporal, tal como ha sido creado por Dios.

Lo mismo sucede con las leyes morales, que son las que lo conducen a la plenitud de la perfección y por tanto a la felicidad.

Los mandamientos y la protección de la persona

Si la vida cristiana es algo positivo, que se resume en el amor, ¿por qué la mayor parte de los mandamientos que tienen relación con el prójimo tienen un enunciado negativo, señalando lo que no debemos hacer?

Porque Dios quiso proteger los bienes más importantes con preceptos negativos: unos mandamientos que no admiten excepciones, precisamente porque protegen derechos y valores fundamentales de la persona.

¿Qué bienes protegen?

– La vida: «no matarás»… Dios les dice a los demás que no pueden matarme, ni ofenderme, ni hacerme daño… porque valgo mucho. No es un capricho que otros no me puedan matar… Es para defender la grandeza de la vida humana.

– El sexo, la familia, el amor: «no cometerás adulterio», «no desearás la mujer de tu prójimo». Dios quiere proteger el amor, los hijos, evitar que la persona sea usada, defender la armonía y la estabilidad de la familia…

– La convivencia y los bienes personales: «no robarás», «no codiciarás los bienes ajenos». Fundamental para la seguridad, la armonía entre las personas, tranquilidad, defender la propiedad privada y establecer la justicia entre los hombres.

– La confianza, la verdad: «no levantar falsos testimonio ni mentir». Es básico para la comunicación entre los hombres, para que pueda existir confianza, para que podamos convivir.

Es decir, que cada “no” de los mandamientos, es en realidad un gran “sí” a la vida, el amor, la verdad, etc.

El sentido positivo de los preceptos negativos

Como vemos los preceptos negativos en realidad son realmente positivos, en cuanto protegen los bienes fundamentales de la persona y la sociedad.

Qué la mayor parte de los preceptos morales tenga un enunciado negativo no supone una moral negativa o represiva (que sólo sabe prohibir, de cosas que no se pueden hacer).

Los preceptos son universales, válidos para todos. A la hora de establecer preceptos no es posible determinar modos obligatorios concretos de realizar el bien, ni obligaciones que afecten a todos. Así por ejemplo, quien careciera de todo no estaría en condiciones de dar limosna. Y es imposible determinar cuánta limosna debe dar cada uno, ya que la cantidad depende de muchos factores personales. Debido a la enorme variedad de situaciones humanas, las posibilidades reales de realizar el bien no pueden concretarse para todos, de manera universal.

Hay cosas buenas que –a pesar de mi buena voluntad- en ocasiones no puedo hacer, y esto sin culpa propia. También podría darse que otros me impidieran realizar acciones positivas, sin culpa propia (porque me quitaran la libertad).

En cambio siempre es posible establecer unos mínimos: lo que es incompatible con el amor, acciones que siempre son malas y que el hombre no debe hacer

Podríamos decir que la moral, señala un camino a la plenitud personal, que es un camino de perfección. Para hacerlo, por un lado marca una línea de mínimo, debajo de la cual no es posible el amor (acciones que se señalan como malas). Y por otro, indica un horizonte de plenitud al cual dirigirse, cuyas exigencias positivas dependerán de las posibilidades concretas, aptitudes, talentos, situaciones, etc. de la persona. Lo hace a través de las virtudes y descubriendo las exigencias positivas de los mandamientos que tienen un enunciado negativo.

Formación moral

Como seres inteligentes que somos, necesitamos entender el por qué de la licitud o ilicitud moral de un comportamiento, para poder adherirnos de corazón al bien y rechazar desde lo más íntimo de nosotros el mal. Es entonces cuando somos íntegramente buenos.

Necesitamos también aclararnos las dudas: una de las formas más corrientes de formación, es a través de preguntas a personas más formadas. Si ante cada duda, buscamos respuesta, cada vez serán más las respuestas y menos las dudas que tengamos.

Por otro lado, Dios nos ha encomendado la evangelización del ambiente en que vivimos y nos movemos: es la parcela que nos ha encargado trabajar para que se viva allí un ambiente cristiano. De ahí, que tengamos que ser capaces de explicar a los demás qué vivimos y por qué lo vivimos así. Es lo que San Pedro llamaba “dar razón de nuestra esperanza” (1 Pe 3,15).

Por eso no nos contentamos con saber qué está bien y que está mal, sino que procuramos saber por qué algo es bueno o es malo. Adquirimos esta formación asistiendo a clases y charlas; leyendo, estudiando; y también preguntando en la dirección espiritual. El cumplimiento de este deber –la necesidad de formación- nos hará capaces de crecer moralmente y contribuir al crecimiento moral de los demás.

Enunciado de los Diez Mandamientos

Amor a Dios

1. Amar a Dios sobre todas las cosas.
2. No tomar el nombre de Dios en vano.
3. Santificar las fiestas.

Amor al prójimo

4. Honrar padre y madre.
5. No matar.
6. No cometer actos impuros.
7. No robar.
8. No dar falso testimonio, ni mentir.
9. No consentir pensamientos ni deseos impuros.
10. No codiciar los bienes ajenos

¿Serías capaz de repetirlos todos?

Es muy importante “saber” de memoria los Mandamientos:

–  porque quien no es capaz de decirlos de memoria, en fondo no los sabe…

–  porque quien los sabe puede, a partir de ellos, estructurar tanto las exigencias morales positivas (lo que tenemos que hacer) como las negativas (lo que hemos de evitar).

–  porque quien los sabe puede hacer más fácilmente examen de conciencia (tiene una guía para pensar)

Los mandamientos en versión positiva

Resulta muy interesante dar vuelta los mandamientos, escribiéndolos en positivo, así se entiende mejor lo que cada uno pide. Una traducción en positivo podría ser así:

1. Amar a Dios sobre todas las cosas
2. Respetar a Dios y todo lo relacionado con El
3. Rendir a Dios el culto debido
4. Honrar padre y madre
5. Respetar la vida y la salud de todos
6. Amar con un amor limpio y generoso
7. Vivir la justicia y la generosidad en las relaciones con los demás
8. Amar y vivir la verdad
9. Conservar puros la mirada, los pensamientos y los deseos
10. Vivir desprendido de los bienes de la tierra

Contenido de los 10 Mandamientos

Hemos dicho que los Mandamientos son una síntesis de toda la moral natural. Una buena labor es analizar qué se incluye en cada uno de ellos.

Sin pretender agotar el tema (cosa imposible, ya que toda la moral se podría estructurar en base a los mandamientos), en la versión en Word que podés bajar al comienzo de este artículo, encontrarás a modo de ejemplo, las principales implicaciones morales de cada mandamiento.


Eduardo Volpacchio

 

¿Qué enseña la moral católica sobre el preservativo?

En primer lugar, tenemos que decir que la Iglesia no tiene ningún interés, ni nada que decir acerca un pedazo de goma.

En tanto y en cuanto ese pedazo de goma, sea un instrumento que afecte la vida sexual, sí tendrá algo que decir, en cuanto que afecte la moralidad de los actos (los haga anticonceptivos o difunda la promiscuidad).

La pregunta correcta sería ¿cuándo afecta la moralidad?

Evidentemente el uso de preservativo en una relación heterosexual tiene una función anticonceptiva. En síntesis, la Iglesia declarará la inmoralidad del preservativo, de la misma manera que de cualquier otro anticonceptivo. Esto hace que para entender la enseñanza de la Iglesia sobre los preservativos, haya que entender previamente qué dice exactamente de la anticoncepción.

¿Qué enseña la Iglesia sobre la moral sexual?

En el ámbito de moralidad de la sexualidad, los principios son muy pocos. Básicamente todo se resume a decir que la sexualidad debe ser vivida en un contexto de entrega amorosa total. El acto sexual tiene un significado antropológico concreto: ser signo de la unión de vida de los esposos.

Este principio tiene dos consecuencias inmediatas: todo uso de la sexualidad fuera del matrimonio resultará inmoral (le faltará la entrega amorosa); y, dentro de éste, deberá estar abierta a la vida (es decir, no se deberá alterar artificialmente la potencial fertilidad del mismo). Es lo que enseña el n. 14 de la Enc. Humanae vitae.

Si el acto sexual se realiza fuera del matrimonio es un pecado (adulterio, en caso de personas casadas; fornicación, en el de las solteras). Y si se realiza haciéndolo artificialmente infecundo, también (anticoncepción).

¿Qué problemas presenta el preservativo?

Que cuando se usa en un acto sexual tiene una función anticonceptiva.

Entre homosexuales ¿tiene alguna relevancia moral el uso de preservativos? Absolutamente ninguna, ya que es obvio afirmar que no convierte el acto sexual en cerrado a la vida… El acto homosexual es ilícito moralmente de por sí.  El uso o no de preservativo no cambia absolutamente nada desde el punto de vista moral. Pero esto no significa que la Iglesia se dedique a fomentar que los homosexuales activos usen preservativos en su vida sexual. Tampoco se opone: sencillamente, les enseña que el comportamiento homosexual es contrario a la dignidad de la persona y por tanto, les hace daño como personas. Son libres de desobedecer a la Iglesia y hacerlo; pero, si lo hacen, no necesitarán el consejo de la Iglesia sobre cómo realizarlo…

En el caso del sexo extramatrimonial, la malicia de la acción está dada por el acto en sí mismo considerado (una unión sexual vaciada de su contenido). La Iglesia es pro-vida, pero pro-vida porque quiere que el acto sexual tenga toda su potencialidad expresiva estando abierta a la vida. Sería absurdo pensar que la Iglesia deseara que de cada acto sexual, naciera una vida. Quien conozca con precisión la doctrina católica, nunca podría pensar que la Iglesia exigiera a los adúlteros que en su infidelidad cuidaran mucho la apertura a la vida de sus adulterios… La cualidad moral del adulterio no cambia mucho por la apertura o no a la vida. La Iglesia desea y fomenta la fidelidad matrimonial y desaconseja con todas sus fuerzas el adulterio. Y no está entre sus tareas enseñar cómo ser mejor o peor adúltero.

¿Por qué se rechaza la anticoncepción?

Se entenderá mejor, si consideramos el porqué del rechazo de la moral católica a la anticoncepción. No es una cuestión de reglas, es una cuestión antropológica.

El acto sexual —como todo acto humano— tiene un significado. En este caso, el significado es tan profundo que, si se lo priva del mismo, se lo desvirtualiza de tal manera que se lo corrompe.

Este significado tiene una doble dimensión: es unitivo y procreativo. La malicia de la anticoncepción reside en rechazar el significado de entrega total, que el acto tiene. Ahora bien, una unión sexual en caso de prostitución, o de adulterio, o de fornicación, no son unitivas: la unión de cuerpos no significa y ni realiza la unión de almas y de vidas, ya que esto es inexistente. Es lo que los hace un acto mentiroso: expresan algo que no existe. Sólo en el matrimonio —cuando marido y mujer se han entregado mutuamente, realizando la unión de sus vidas—, la unión sexual es la expresión corporal de esa unión.

Es decir, que a la Iglesia no le preocupa demasiado cómo se realice el pecado de adulterio o de fornicación, sino que quiere que se los evite por el daño moral que hacen.

¿Y la prostitución?

El acto sexual de una prostituta y quien le paga por sus servicios, no es un acto conyugal: no realiza una entrega amorosa y fecunda. Es una transacción comercial en la que se vende la propia intimidad y dignidad por unos pesos. De modo el significado de la acción no es unitivo y ni procreativo, sino de negocio carnal. Un trozo de goma no dignifica la acción, a lo sumo protegerá a los participantes de los virus con que hayan podido haberse contagiado en anteriores relaciones promiscuas. Y esto no redime la acción. No sin una cuota de ironía Benedicto XVI comenta que podría llegar a ser un primer paso moralizador, al comprender que con el sexo no se puede hacer cualquier cosa.

Las acciones que libremente se asumen tienen un precio antropológico —y no hablemos a nivel de gracia, cuyo costo se llama pecado— mucho más caro que los virus que cada uno pueda aportar al otro en la relación. La sexualidad —vehículo para expresar corporalmente el amor— queda dañado, ya que pierde la capacidad de expresar amor; y esa pérdida —la ruptura de la conexión entre amor y sexo— no es evitable con un preservativo.

¿Entonces, por qué la Iglesia se opone a la distribución masiva de preservativos?

Porque con ella se fomentan la promiscuidad y los comportamientos inmorales. Y eso no es bueno. Hace mal a las personas y a la sociedad. Y en cuanto al SIDA, si bien disminuye mucho las posibilidades de contagio, puede dar una falsa sensación de inmunidad, que fomente la promiscuidad de manera que, a la larga, haga más riesgoso el contagio que pretende evitar. Por eso, con gran sentido común y sin negar el grado de eficiencia que pueda tener, sostiene que el preservativo no es la solución a las enfermedades de transmisión sexual. La solución verdadera es un poco más compleja.

Ahora bien, hay que distinguir entre la entrega y propaganda masiva, y campañas de salud pública dirigidas a públicos restringidos, de riesgo real: recomendarle a una prostituta que use preservativos, no afecta en nada su conducta moral; y es un tema de salud pública procurar que no difunda enfermedades. Pero, la Iglesia nunca fomentará la prostitución, ni siquiera con la buena intención de hacerla más saludable y mejorar sus condiciones de vida.

Así como dijimos que un acto homosexual no cambia de moralidad por el uso de preservativos, la Iglesia tampoco recomendará a los homosexuales que los usen: sencillamente tratará de ayudarlos a vivir su sexualidad según la moral cristiana.

¿La doctrina de la Iglesia es causa de aumento del SIDA?

Acusar a la Iglesia de fomentar el SIDA por su rechazo a los preservativos en el matrimonio y la difusión masiva de los mismos, es una burla: ¿quién puede pensar que alguien que rechaza vivir la enseñanza de la Iglesia sobre la sexualidad —haciendo un acto directamente contrario a la misma—, cuidará algo que nadie le pide? ¿Puede alguien ser tan ignorante como para pensar que en sus pecados la Iglesia le pide que esté abierto a la vida? ¿Actuará contra el sexto mandamiento, pero se cuidará de obedecer un inexistente mandamiento de no usar preservativo? ¿Será infiel al matrimonio, pero se cuidará de que esos actos estén bien abiertos a la vida? Parece bastante tonto pensarlo.

Conclusión

De manera, que la Iglesia no demoniza el preservativo, ni lo difunde. Sólo cumple con su misión de enseñar a vivir de un modo auténticamente humano la sexualidad.

Y el Papa no ha cambiado la posición de la moral católica sobre el tema, ni ha bendecido el preservativo, sólo se ha referido a un caso concreto haciendo un comentario prudencial.

Eduardo María Volpacchio

 

ANEXO: Las palabras del Papa sobre el preservativo en el libro “Luz del mundo”

Fragmento del libro-entrevista Luz del mundo en el que Benedicto XVI aborda la cuestión del uso del preservativo (páginas 130 a 132).

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Con su viaje a África en marzo de 2009 la política del Vaticano en relación con el sida quedó una vez más en el mira de los medios. El veinticinco por ciento de los enfermos de sida del mundo entero son tratados actualmente en instituciones católicas. En algunos países, como por ejemplo en Lesoto, son mucho más del cuarenta por ciento. Usted declaró en África que la doctrina tradicional de la Iglesia ha demostrado ser un camino seguro para detener la expansión del VIH. Los críticos, también de las filas de la Iglesia, oponen a eso que es una locura prohibir a una población amenazada por el sida la utilización de preservativos.

“El viaje a África fue totalmente desplazado en el ámbito de las publicaciones por una sola frase. Me habían preguntado por qué la Iglesia católica asume una posición irrealista e ineficaz en la cuestión del sida. En vista de ello me sentí realmente desafiado, pues la Iglesia hace más que todos los demás. Y sigo sosteniéndolo. Porque ella es la única institución que se encuentra de forma muy cercana y concreta junto a las personas, previniendo, educando, ayudando, aconsejando, acompañando. Porque trata a tantos enfermos de sida, especialmente a niños enfermos de sida, como nadie fuera de ella.

He podido visitar uno de esos servicios y conversar con los enfermos. Ésa fue la auténtica respuesta: la Iglesia hace más que los demás porque no habla sólo desde la tribuna periodística, sino que ayuda a las hermanas, a los hermanos que se encuentran en el lugar. En esa ocasión [vuelo a África en marzo de 2009] no tomé posición en general respecto del problema del preservativo, sino que, solamente, dije -y eso se convirtió después en un gran escándalo-: el problema no puede solucionarse con la distribución de preservativos. Deben darse muchas cosas más. Es preciso estar cerca de los hombres, conducirlos, ayudarles, y eso tanto antes como después de contraer la enfermedad.

Y la realidad es que, siempre que alguien lo requiere, se tienen preservativos a disposición. Pero eso solo no resuelve la cuestión. Deben darse más cosas. Entretanto se ha desarrollado, justamente en el ´ambito secular, la llamada teoría ABC, que significa: “Abstinence-Be faithful-Condom!” [Abstinencia-Fidelidad-Preservativo], en la que no se entiende el preservativo solamente como punto de escape cuando los otros dos puntos no resultan efectivos. Es decir, la mera fijación en el preservativo significa una banalización de la sexualidad, y tal banalización es precisamente el origen peligroso de que tantas personas no encuentren ya en la sexualidad la expresión del amor, sino sólo una suerte de droga que se administran a sí mismas. Por eso, la lucha contra la banalización de la sexualidad forma parte de la lucha por que la sexualidad sea valorada positivamente y pueda desplegar su acción positiva en la totalidad de la condición humana.

Podrá haber casos fundados de carácter aislado, por ejemplo, cuando un prostituido utiliza un preservativo, pudiendo ser esto un primer acto de moralizacion, un primer tramo de responsabilidad a fin de desarrollar de nuevo una consciencia de que no todo está permitido y de que no se puede hacer todo lo que se quiere. Pero ésta no es la auténtica modalidad para abordar el mal de la infección con el VIH. Tal modalidad ha de consistir realmente en la humanización de la sexualidad.

¿Significa esto que la Iglesia católica no está por principio en contra de la utilización de preservativos?

Es obvio que ella no los ve como una solución real y moral. No obstante, en uno u otro caso pueden ser, en la intención de reducir el peligro de contagio, un primer paso en el camino hacia una sexualidad vivida de forma diferente, hacia una sexualidad más humana.

[©Libreria Editrice Vaticana – editorial Herder]

¿Dejar de amar a Dios porque es bueno?

Aunque parezca curioso —y en realidad sea paradójico— hay personas que se alejan de Dios porque piensan —con razón— que es muy bueno. ¿Tiene esto sentido?

Me preocupa que haya almas que se alejen de Dios por una concepción sentimental del amor, sin darse cuenta de lo poco razonable de un planteo que dan por obvio, y que no lo es en absoluto.

En concreto, hay personas que justifican, por ejemplo, su inasistencia a la Misa dominical, con un argumento sorprendente:

«Yo no voy a Misa los domingos. Dios es bueno y no me va a castigar por eso»

Parecería que detrás se esconde el siguiente razonamiento:

“No voy a Misa porque Dios no me va a condenar por eso; es decir, sólo iría en caso de que corriera peligro de condenación”.

Y con la misma actitud se intenta justificar algunos comportamientos contrarios a la moral cristiana (el uso de anticonceptivos, las relaciones prematrimoniales, el concubinato —que es como se llama técnicamente que novios vivan juntos—).

Ante estos casos, tenemos que preguntarnos si la misericordia infinita de Dios es motivo para ofenderlo sin reparo. Y si esa ofensa es gratis; es decir, no tiene un costo personal para nuestras almas.

No vamos a ir aquí al fondo de la cuestión (el papel de la moral en la vida cristiana, la obligatoriedad moral de los preceptos de la Iglesia y el papel de la Eucaristía en la vida cristiana, etc.), sino que simplemente nos preguntaremos si el supuesto que Dios no va a castigarme por dejar de adorarlo, de amarlo y de dedicarle tiempo, es un motivo razonable para dejar de hacerlo; si pensar que no va a condenarme es motivo suficiente para ofenderlo con actos contrarios a su ley moral.

La aclaración de algunos puntos fundamentales ayudará a entender el error que esconde la justificación que nos estamos analizando.

1) El amor y la vida cristiana

Comenzamos por analizar el papel del amor de Dios y de nuestra correspondencia en la salvación.

Una cosa es clara: lo que nos salva es el amor de Dios, no nuestras obras. Hay una primacía absoluta de la gracia sobre nuestras obras.

Jesucristo no se hizo hombre para evitar la condenación de los hombres, sino para llevarlos a la plenitud de la filiación divina: eso es lo que nos salva.

La causa de la salvación no es el amor que tenemos a Dios, sino el amor que Dios nos dona con la gracia.

Un amor cuyo fruto no es sólo la satisfacción afectiva de quien lo recibe, sino sobre todo una vida nueva (ese amor es amor divino, y como tal, nos diviniza). Esa vida, la recibimos y vivimos nosotros. Ser amados por Dios no es algo meramente pasivo, hemos de aceptar y asimilar ese amor, haciéndolo nuestro y ¡viviéndolo!

“Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, decía San Agustín. Nuestra libertad tiene un papel fundamental.

Haciendo nuestro amor que Dios no dona, podemos amar con ese amor y entonces la salvación se expresa en ese amor: recibimos el amor para asimilarlo, y una vez asimilado –hecho nuestro- poder amar con ese amor de Dios, que ahora es nuestro.

Es decir, es Dios quien nos salva, pero nuestras obras coherentes con esa salvación resultan indispensables para aceptación y la vivencia de esa salvación.

2) Quien salva y quien se condena

Si nos negáramos a amar, rechazaríamos el amor y con él, la salvación que se nos ofrece… y, por lo mismo, dejaríamos de estar salvados.

El amor de Dios es inagotable (es infinito), de manera que no se cansa de ofrecernos su amor salvador. Siempre estará dispuesto a perdonarnos, si volvemos a El arrepentidos. Siempre estará dispuesto a recibirnos, si a Él nos acercamos. Pero para que efectivamente nos perdone, nos salve y nos reciba, hemos de aceptarlo amando: nuestra libertad también aquí es imprescindible.

Dios no nos condena, pero no porque no pueda hacerlo, sino porque ¡no quiere hacerlo! Espera paciente y quiere la conversión de nuestro corazón. Conversión que sólo se llevará a término recorriendo el camino que El nos señala. Si nosotros no queremos amarlo, si rechazamos su voluntad, si nos cerramos a las fuentes de la gracia, estamos rechazando libremente su amor, su perdón y su salvación. Y esto es muy malo, haciéndolo nos condenamos a nosotros mismos. En esto consiste el infierno:

Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de El para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra «infierno».

Catecismo de la Iglesia Católica, 1033.

3) Razón de ser de las exigencias de Dios

Dios no necesita nuestro culto ni nuestra obediencia. Simplemente pide lo que necesitamos para alcanzar la plenitud humana y sobrenatural. Así lo creemos los cristianos. Detrás de sus mandamientos no vemos un capricho irrazonable, sino una voluntad paterna que conduce a la plenitud en la vida eterna, a través de las vicisitudes de esta vida. Eso vale para los mandamientos y para la recepción de los sacramentos, para la oración y para la caridad. Todo es importante, porque nuestro Padre Dios nunca nos pedirá algo para molestarnos.

Jesús nos enseñó a pedir: “hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo”. Y pedimos que la cumplan los planetas, y los animales y los hombres… comenzando por nosotros mismos. Porque ¡de verdad!, es lo mejor para nosotros.

4) El perdón de Dios y realización personal

El pecado hace mal al alma. El perdón, no es una cuestión formal: Dios cura el alma cuando perdona. Sería una locura pecar solamente porque Dios perdona (como diciendo, ¿para qué dejar de pecar si después te perdonan igual?).

Este planteo supone que pecar es bueno —lo mejor que podemos hacer—, pero un Dios caprichoso nos lo prohíbe. Pero como tan malo no es, nos deja una puerta de escape: que lo hagamos tranquilos ya que después El nos perdona. ¡Esto es absurdo!

Otra cosa es que seamos débiles y caigamos. Entonces necesitamos perdón de por las cosas malas que hacemos, y por el bien que dejamos de hacer, por el amor que dejamos voluntariamente de tener. Y el primer paso para el perdón es el arrepentimiento: es imposible el perdón sin el rechazo personal del pecado, ya que Dios no nos liberará de las acciones que nosotros no rechazamos (una vez más respeta nuestra libertad). Pero esto imposible si pensamos que lo que hicimos es bueno.

Pero no es sólo cuestión de que pensar en el perdón de Dios. Es el aspecto negativo: liberarnos de lo malo que haya en nuestra vida.

Pero hay una cuestión mucho más importante y muy positiva: para realizarnos, cumplir su palabra es esencial.

Cumplir la ley de Dios no es lo que nos salva, sino que es la consecuencia natural de haber sido alcanzados por su amor. La procuramos cumplir no por miedo a castigo, sino porque hemos descubierto el amor de Dios. Queremos hacer lo que Dios nos pide porque lo amamos. Porque entendemos lo grande que es su sabiduría y su amor.

En el caso de la Misa; no asisto por miedo a que Dios me castigue (sé que me va a perdonar todas las veces que sinceramente le pida perdón por haberlo ofendido), sino porque quiero participar de la mayor donación de amor de Dios a los hombres: la Eucaristía.

5) Amor y temor

La Teología nos enseña que el temor de Dios es un don del Espíritu Santo: se nos infunde junto con la gracia santificante y las virtudes infusas.

Esto podría resultar un poco curioso: ¿Acaso Dios quiere que le temamos? ¿No es acaso nuestro Padre? ¿El buen Pastor que busca la oveja perdida y da la vida por ella?

Ante estas perplejidades es justo que nos preguntemos qué tipo de temor nos infunde el Espíritu Santo, de qué miedo se trata.

En relación a Dios, puede haber varios tipos de temores, uno malo, uno imperfecto y otro óptimo.

Tener miedo a Dios y mantenerse alejado de Él por eso, es un temor malo, sin sentido. Un miedo que teme a un Dios del que habría que cuidarse…

Está claro que no hemos de tener miedo a Dios: es el más amoroso de todos los padres.

Entonces, ¿miedo a qué hemos de tener? En primer lugar a nosotros mismos… a que —por nuestra debilidad— nos apartemos de Dios, a que lo ofendamos. Se trata de un sano temor a ofender a quien tanto nos quiere, un temor que nos lleva a alejarnos de las ocasiones de hacerlo. En esta línea el sacerdote reza en Misa, antes de recibir la Comunión: “haz que siempre cumpla tus mandamientos y no permitas que me separe de Ti”. Este es el temor de Dios bueno: temor a fallarle a nuestro Padre, a estropear nuestra vida con el pecado. Es un “miedo” muy santo, filial, cariñoso.

Un temor a cometer la locura de rechazar su amor pecando, de vivir lejos de El; y, por lo mismo, terminar lejos suyo por toda la eternidad (te recuerdo que eso es el infierno).

Hay quienes piensan el amor y la confianza excluyen todo respeto y temor. Pero no es así; el amor incluye el respeto como línea de mínimo: respeto a quien amo, y difícilmente amaré a quien ni siquiera respete.

Y el respeto es una cierta forma de temor: un temor que puede ser amoroso, cuando lo que se teme es alejarse del amado, hacerlo sufrir, fallarle, ofenderlo.  De manera que amor, temor y respeto, si se los considera en su justo lugar, están relacionados.

Por eso la Sagrada Escritura enseña que “el comienzo de la sabiduría es el temor de Yahveh; muy cuerdos todos los que lo practican” (Ps 111,10).

6) El miedo y el cumplimiento de los preceptos

En relación al temor de Dios y el cumplimiento de su voluntad caben varias posibilidades. Analicemos sólo tres de ellas.

a) Podemos movernos en la vida por miedo al infierno, un miedo nada filial ni amoroso. Sería un miedo timorato, un miedo que nos apartaría del pecado y nos haría cumplir la voluntad de Dios; un miedo que nos llevaría a hacer cosas buenas y evitar las malas —por tanto que nos haría buenos—, pero imperfecto porque le faltaría amor. Imperfecto no significa malo: es bueno, pero carece de perfección.

Antiguamente –y también en nuestros días- era frecuente encontrar personas que cumplían los preceptos de la ley de Dios por este tipo miedo: miedo a un castigo de Dios, miedo al infierno, etc.

Aunque debemos reconocer que no todo era miedo. Querían a Dios lo suficiente para no querer perdérselo en la eternidad, y estaban dispuestas a pagar el precio de cumplir con lo que Dios mandara para conseguirlo. Se trataba de un miedo que era bueno, porque las apartaba de hacer cosas malas y las conducía a hacer otras buenas, aunque como dijimos bastante imperfecto. No habían descubierto el amor a Dios como motor de su comportamiento. Esas personas tendrían que superar este temor, aprendiendo a cumplir la ley de Dios por amor a Dios.

b) También existe –y ojalá lo tengamos- el santo temor de Dios, que excluye todo miedo a Dios y está lleno de confianza en El.

Quien tiene este santo temor de Dios, hará lo que Dios le pide por amor. Un amor que le llevará a sacrificarse cuando le cueste, para evitar ofender a quien tanto quiere.

c) Podríamos experimentar también una carencia de miedo “patotera”, que enfrenta a Dios. Éste es el caso del que nos ocupamos en este artículo.

Nos encontramos aquí con una versión radicalizada del miedo como motor de la relación con Dios, pero desde una perspectiva negativa: ya no es que cumpla con Dios por miedo al infierno, sino que dejo de cumplir con El, precisamente porque no le tengo miedo.

En esta versión Dios se ha vuelto inofensivo: ya no inspira miedo. Entonces no mueve.

Es bueno no tener miedo; pero es muy triste dejar de gozar de la Eucaristía por falta de miedo. Es bueno no tener miedo a Dios, pero es triste alejarse de El con la excusa de esa falta de miedo.

7) La esperanza y la presunción

En este análisis no puede faltar una breve referencia a la presunción. Es un pecado contra la virtud de la esperanza, que el Catecismo de la Iglesia (n. 2092) define de la siguiente manera:

“Hay dos clases de presunción. O bien el hombre presume de sus capacidades (esperando poder salvarse sin la ayuda de lo alto), o bien presume de la omnipotencia o de la misericordia divinas, (esperando obtener su perdón sin conversión y la gloria sin mérito)”.

De más está decir que el caso que no ocupa se encuadra absolutamente en estos términos.

De más está decir que el caso que no ocupa se encuadra absolutamente en estos términos.

Conclusión: cosas que no cierran…

Dejar de ir a Misa porque Dios no me va a condenar por eso, resulta curioso. Y parece bastante egoísta.

Si Dios no me condena, entonces no hago lo que me pide, no me acerco a la Eucaristía, no cumplo sus preceptos. Como si la voluntad de Dios fuera opuesta a la mía… y mientras no corra peligro de condenación, no tengo ninguna intención de corregir la mía para identificarla con la suya.

Además surge otro inconveniente: la asistencia a Misa dominical no es un opcional de la vida cristiana. El Catecismo de la Iglesia Católica señala que “la Iglesia obliga a los fieles a participar los domingos y días de fiesta en la divina liturgia (…) (y) recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días” (n. 1389). Es decir, es de las cosas que determinan la identidad cristiana.

Lo mismo ocurre con los preceptos morales: no son simples consejos, sino que hacen a la fidelidad fundamental a Cristo.

Ante semejante planteo, surgen muchas preguntas que no encuentran respuesta:

¿Donde queda el amor? ¿Qué espero de Dios? ¿No me importa vivir y edificar mi vida al margen de El? ¿Puedo decidir yo cómo amar a Dios, independientemente de lo que Él me pide? ¿Qué es la Eucaristía para mí? ¿Puede ser que me importe tan poco lo que pide?

¿Donde queda el sentido más profundo del cristianismo como divinización del hombre? ¿Qué es para mí la vida de la gracia? ¿Qué es esa vida eterna que me da la Eucaristía?

¿Donde queda el «haced esto en memoria mía»? ¿Qué «pasa» en la Misa para que tenga que ir? ¿Qué falta en mi vida cuando no voy?

¿Por qué la Iglesia enseña que faltar a Misa sin causa grave, sea un pecado mortal? ¿Exagera? ¿Quiere asustar? ¿Acaso miente o simplemente no sabe de qué está hablando? ¿Qué importancia tiene un pecado? El hecho de que Dios perdone los pecados ¿hace que sea lo mismo cometerlos o no cometerlos?

¿Me hace bien el no ir a Misa? ¿Pierdo algo si no voy? ¿Es indiferente ir o no ir? ¿Hace algún daño a mi alma dejar voluntariamente la Misa?

Los que cumplen la voluntad de Dios ¿acaso son tontos? ¿no se han dado cuenta que no es necesario?

Este planteo deja demasiadas preguntas sin responder. Y no es cuestión de que Dios me vaya a castigar… es cuestión de que no puedo vivir sin El…

Y es una actitud que acaba siendo demasiado peligrosa, ya que vivir voluntariamente desconectado de las fuentes de la gracia hace que nuestra vida sea sobrenaturalmente muy pobre, si no es que acaba careciendo totalmente de la vida sobrenatural que dan los sacramentos.

Ir al fondo de las cosas

Para terminar, te invito a que por tu cuenta consideres varias cosas: qué es la Misa, para qué la ha instituido Dios, qué espera de mí. Por qué la Iglesia me insiste tanto en la necesidad que tengo de ella, al punto de obligarme a ir bajo pena de pecado mortal. Qué sentido tienen las exigencias morales. Qué es el amor a Dios y qué papel tiene el santo temor en la vida cristiana.

Si todavía no has descubierto el tesoro divino escondido en la Misa, o en los bienes que protegen los mandamientos… no dejes de asistir o de vivirlos, buscá y pedí a María que te lo enseñe: serás feliz cuando lo encuentres y tu vida alcanzará una dimensión divina.

Y por último que no te dejes llevar por la falta de miedo.

¿Dejar de cumplir la voluntad de Dios excusado en que va a perdonarme?

¿Ofenderlo porque me perdona?

¿Vivir lejos suyo porque no me quiere condenar?

¿Tiene esto algún sentido?

Que Dios no quiera condenarme no es excusa para ofenderlo, sino que ¡hace más grave el desprecio! Endurece el corazón.

Podría sucedernos lo que a los judíos en Meribá, después de cruzar el Mar Rojo: cuantos más prodigios veían, más caprichosos y patoteros con Dios se volvían (cfr. Exodo cap. 15-17; Ps 94).

Eduardo María Volpacchio

2-3-10