Está de moda que muchos novios se vayan a vivir juntos antes de casarse. La costumbre se ha normalizado, ya casi no llama la atención; creo que con demasiada superficialidad. Porque este hecho plantea una serie de interrogantes serios sobre qué es el matrimonio –si cambia algo, si tiene sentido, si es una formalidad, si añade algo o no a la relación– que deberían resolverse.
En la base de este artículo hay muchas preguntas, algunas serían como de este estilo:
¿El amor es más importante que el matrimonio? ¿qué tipo de amor? ¿cuánto –qué cantidad– de amor? ¿Cómo se mide?
¿Vivir como casados sin estarlo? ¿es lo mismo? ¿si nos queremos y nos vamos a casar, qué cambia?
¿Es lo mismo desear casarse que estar casados? ¿Es verdad que el amor y el deseo de casarse en el futuro son equivalente al matrimonio? ¿el matrimonio es solo una formalidad o es una realidad? ¿cambia algo el casarse?
Mi tesis – que intentaré demostrar en estas páginas– es que la separación conceptual de amor e institución matrimonial es presagio de problemas matrimoniales (o al menos exponerse seriamente a ellos).
Cuando dos novios aceptan vivir juntos sin estar casados, con la excusa de que quisieran casarse pero no pueden hacerlo ahora, están dando un paso en falso en su relación.
Te pediría que tengas la paciencia de seguir los razonamientos que siguen y juzgues su racionalidad.
Porqué la convivencia previa al matrimonio hace daño al futuro matrimonio.
En otro artículo ya me ocupé del tema de vivir sin estar casados pero desde otra perspectiva. Me centraba en esa ocasión sobre todo en quienes conviven sin proyecto ni compromiso[1]. En esta oportunidad, me referiré a la convivencia marital de no casados que quieren casarse –al menos eso afirman– y el problema conceptual que encierra el asunto.
Me da lástima lo mucho que se pierden cuando lo hacen, ya que su futuro matrimonio no aportará exteriormente mucho cambio a su vida –para muchos sólo significará la fiesta más grande que organicen en su existencia–, pero a esta fiesta faltará mucha de gracia y magia, ya que es difícil que no vivan su matrimonio –el casarse– como una formalidad.
Me siento obligado a comenzar a aclarando que los cristianos no somos dinosaurios aferrados a una tradición absurda. Tenemos muchos motivos –y muy bien fundados– para pensar como pensamos.
Queremos ser consecuentes con nuestro ser imagen y semejanza de Dios. Un Dios que es sabiduría y amor. Y lo que creemos e intentamos vivir tiene una racionalidad antropológica impecable. Y, no podía ser menos, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano.
En el caso de la institución matrimonial, ¿quién no aspira a un amor eterno?
El modelo cristiano de matrimonio, además, tiene una verificación empírica importante: el aumento desmedido del fracaso matrimonial ocurrido desde que se perdieron valores antropológicos muy importantes. Hoy más del 50% de los matrimonios fracasan. Es un dato. Y es razonable pensar que quien hace lo que hacen todos, no puede esperar conseguir resultados distintos.
No es fácil vivir la doctrina católica, pero hay algo hay grandioso por detrás y una promesa de eternidad. Por otro lado, quien no quiera fracasar en su matrimonio como la mayor parte de la gente, tendrá que hacer algo distinto de lo que hace la mayoría (de otro modo, conseguirá los mismos resultados que los demás).
Qué es el amor conyugal o matrimonial
Cuando se habla de amor, es importante distinguir a qué tipo de amor nos referimos, porque existen muchos tipos de amor: desde el paterno/materno/filial, pasando por el fraterno, de amistad… hasta el más profundo de todos que es el conyugal.
Entre tantos tipos de amor, hay un amor único, que se da entre un varón y una mujer, se llama conyugal. Se define como un amor total porque es un amor que lo abarca todo: cuerpo y alma, cabeza y corazón, alcanza toda la existencia, presente y futuro, hasta dimensiones muy pequeñas de la vida diaria (comparten todo)…
La Sagrada Escritura usa una expresión muy gráfica y fuerte para este tipo amor: los hace una sola carne (como si dijera una sola persona). Y precisamente esa totalidad exige que sea exclusivo (no puede uno entregarse del todo a más de una persona) y definitivo (no tiene sentido decir: te amo con toda mi alma por seis meses…). Cuando este amor se hace efectivo, se habla de matrimonio.
Es necesario distinguirlo del amor entre amigos “con derechos”, porque éste último, aunque incluye la dimensión sexual, no tiene nada que ver con el amor conyugal, porque no incluye la entrega de la vida, ni es total. En ese caso no son uno, sino que están juntos…
El matrimonio es una comunidad de vida y amor, que hace de dos vidas, una. Esta “fusión” de vidas se realiza mediante el acto de la voluntad (denominado consentimiento) por el cual los contrayentes entregan y reciben, mutuamente, la vida. Lo hacen –en el caso del matrimonio canónico– con una fórmula que expresa el recibimiento de la entrega del otro y la solidez de la unión, cualesquiera sean las circunstancias:
“Yo, N., te recibo a ti, N., como esposa/o, prometo serte fiel tanto en la prosperidad como en la adversidad, en la salud como en la enfermedad, amándote y respetándote durante toda mi vida”.
Sus dos vidas se hacen una, mediante la entrega mutua –querer pertenecer al otro y, de hecho, entregarle mi vida: dársela para siempre– y la recepción mutua –querer que el otro sea mío y, de hecho, aceptar esa entrega que me hace, hacerme cargo de su vida, comprometerme a hacerlo feliz…–. Cuando lo han hecho, cada uno le pertenece al otro, y se hace cargo del otro. Antes de hacerlo, esto obviamente no ha sucedido.
Es importante subrayar que la unidad es el resultado de la entrega y recepción mutua: ambos y al mismo tiempo se entregan y se reciben, uno al otro, del todo y para siempre. Eso es la forma de amar más grande que puede darse entre seres humanos, un amor total y exclusivo, que quiere hacerse eterno.
Así con el casamiento comienzan una vida nueva, en la que no conjugan el “yo y el vos” sino el “nosotros”, con una vida en común, en la que lo personal –que sigue siendo personal– se conjuga con lo personal del otro, y se abre a los hijos que vengan como fruto de su amor.
Raíz de las crisis afectivas de las parejas
La gran crisis afectiva –roturas de relaciones afectivas– es una pandemia. Más de la mitad de los matrimonios fracasan. Es demasiado. Si se cayeran la mitad de los aviones, nadie tomaría un avión… (quizá por eso hay muchos que optan por no casarse).
Las causas son muchas y no es el fin de este artículo estudiarlas.
Nos limitamos a una raíz conceptual.
Cuando no se entiende qué es el matrimonio, es muy fácil que su vivencia falle.
Cuando el amor y el matrimonio se separan como cosas independientes, cuando se confunden conceptos relacionados pero diferentes, cuando prima el sentimiento inestable en la relación, no estamos en el mejor escenario para el éxito matrimonial.
Distinciones conceptuales importantes
Amor afectivo y entrega de la vida.
Cuando se separan conceptualmente el amor conyugal (ese tipo de amor específico de los esposos, diferente de cualquier otro tipo de amor, que tiene como expresión propia la entrega sexual) y el matrimonio (que realiza la unión efectiva), como si fueran cosas diferentes, separables, y se prioriza el primero, algo no funciona. Significa que estamos ante una concepción del amor que falla en su raíz antropológica.
En el amor podemos distinguir dos dimensiones. Una afectiva: la que se siente –no dependiente de la voluntad–, totalmente ligada al momento presente (es lo que siento ahora, no puedo saber qué sentiré en el futuro, ni puedo decidirlo) y a mi estado emocional circunstancial. Y una dimensión volitiva: la decisión libre de amar, de hacer eterno ese amor que tengo y no quiero perder, de defenderlo, protegerlo, fomentarlo, garantizarlo… Esta segunda dimensión del amor proyecta, decide, construye el futuro. Genera confianza ya que solo puedo confiar en serio, si puedo confiar en la continuidad del amor de la otra persona, en su compromiso de amarme, más allá de lo que pueda sentir en un momento particular.
Estas dos dimensiones del amor son complementarias y no tienen por qué oponerse; de hecho, la segunda es la madurez de la primera. Pero si reduzco mi horizonte afectivo a la primera, es probable que nunca llegue a la segunda. Porque a veces me cansaré de amar, me molestarán cosas del amado…, surgirán conflictos; y solo un compromiso estable de amor definitivo, será capaz de superarlos. Solo si soy capaz de amar cuando la otra persona “menos lo merezca”, la amaré de verdad.
Ahora bien, esa palabra “compromiso” no es un añadido al amor, algo que viene de fuera, sino que es exigencia intrínseca del amor total que es el conyugal. Si amo del todo, quiero que ese amor sea eterno; no es que además hago un compromiso que no querría hacer: el mismo amor lo lleva consigo. Si es amor total, quiere ser para siempre. Si es amor sólo mientras no me canse, mientras dure… claramente no es total. Y como se entregan de verdad (no es una ficción la que hacen al casarse), de hecho no se pertenecen a sí mismos, cada uno le pertenece al otro, y no pueden romper la unidad que en su voluntad ha sido definitiva. Si se unieron para siempre, se unieron para siempre. Si no lo hicieron, no se pertenecen. Hay matrimonio o no hay matrimonio, no hay término medio.
Esta es la grandeza del matrimonio: que dos personas se quieran tanto, que se jueguen el uno por la otra, de modo total, poniéndose en las manos del otro, confiando definitivamente en el otro y ofreciendo esa confianza. Así el amor puede ser total, de otra manera, no.
Un amor reducido a su dimensión afectiva –a que se siente– no puede sostener una relación toda la vida y menos una familia, porque por definición está sujeto a los vaivenes anímicos que son inestable por definición.
Pero el amor conyugal se realiza mediante el acto de entrega que hacen cuando se casan. Ahí se entregan y reciben. Hasta ese momento, todo es deseo, pero nada más…
Relaciones reales y deberes morales.
Separar lo que va junto, confundir sentimientos y realidades, hechos con deberes, no puede ser bueno.
Una cosa es el vínculo real que existe entre dos personas y otra los deberes morales que ese vínculo lleva consigo. Soy hijo de mis padres, debo amarlos; pero el vínculo no depende del amor. No es que si dejo de quererlos, dejaré de ser hijo. Tampoco es que el amor establezca el vínculo: soy hijo independientemente del amor que puedan tenerme. Lo mismo sucede con otras relaciones como ser hermanos, primos, etc.
El vínculo matrimonial se establece por el libre consentimiento de los contrayentes. En principio el amor los lleva a casarse –es deseable que así sea– pero no es el amor quien crea el vínculo, ni éste depende de él.
Si se han casado, están casados. Entonces, el amor se convierte también en un deber, porque al casarse se han obligado a quererse mutuamente. Pero el amor no hizo el vínculo, así como la falta de amor no lo hace desaparecer.
Porque por definición, si se casaron, se entregaron el uno al otro para siempre. Y si no se entregaron para siempre, en realidad no se casaron. Así de sencillo.
Si no confían el uno en el otro como para entregarse la vida y comprometerse a amarse siempre, es que no se quieren con un amor total, que es el que lleva a casarse. Y sería mejor que no se casen…
Promesas y realidades
Imaginemos que te quiero y estoy entusiasmado por vos. Ese amor me lleva a querer darte la mitad de mis bienes… Pero hasta que no haya hecho la escritura a tu nombre de las propiedades que ahora son mías, no serán tuyas, por más grande que sea el deseo que tengo de hacerlo.
Si mi deseo cambia antes de transferirte mis bienes, nunca será tuyos. Si mi deseo cambia después de hacerlo, ya no podría recuperarlos.
La cuestión entonces, es ¿te lo doné o no? ¿Ya lo puse a tu nombre? Si la respuesta es no, los bienes no son tuyos.
Lo mismo sucede con el amor y la propia vida. Entre decir “Te quiero con toda el alma”, “sos mi vida”, “soy todo tuyo”… y entregarte la vida hay una distancia a recorrer. ¿Te entregué la vida, y me la entregaste para siempre? “No, pero queremos hacerlo”. Perfecto, pero sólo se pertenecerán cuando lo hagan. “Pero nos queremos”. De acuerdo, pero ese quererse no ha llegado todavía a la entrega, y, por lo tanto, no se pertenecen mutuamente.
El matrimonio no es cuestión de fe
Hay quienes se excusan para no casarse en que no tienen fe. Eso es otra cosa. El matrimonio en sí mismo no es cuestión de fe, es cuestión de entrega de vida para convertirse en una comunidad de vida y amor.
La decisión de casarse es humana y depende del amor. La pregunta es ¿te quiero para toda la vida? ¿Sí o no? ¿Me juego por vos, te entrego mi vida, acepto tu vida en la mía para siempre? Esto es objeto de una decisión personal y de amor, no de fe. Si no querés ofrecer ni aceptar un amor entregado para toda la vida, no le eches la culpa a la falta de fe en Dios, sino a tu egoísmo o tu falta de amor por la otra persona o a que la otra persona no merece semejante confianza.
El matrimonio es algo muy grande, que requiere mucha gracia –aquí aparece la dimensión sacramental para los cristianos–, para que no sólo sea un proyecto humano, sino que sea también -sin dejar de ser muy humano- muy divino.
Con su matrimonio, los esposos cristianos, son signo de la unión de Cristo y su Iglesia –esto es muy fuerte– y forman una iglesia doméstica (una comunidad de vida y amor, en la que se hace la Iglesia, en la que los demás verán a la Iglesia).
Esto es lo que el hecho de estar bautizados añade al matrimonio natural, pero la base –el hecho de entregarse mutuamente la vida, pertenecerse, formar una comunidad de vida y amor– es común a todo matrimonio, independientemente de la religión, raza, etc.
Un problema conceptual serio: separación conceptual del amor y el matrimonio como institución
Veamos dos problemas: el problema del amor sin matrimonio y el problema del matrimonio sin amor.
Se podría relacionar esta separación a la del amor y la entrega; es decir, el eros sin ágape, y la entrega sin amor, el ágape sin eros. Los dos son un problema.
El matrimonio es la unión de dos personas en una sola carne, es decir, en un solo proyecto existencial, donde dos -en un cierto sentido y con un contenido concreto- se hacen uno: comparten un proyecto existencial que abarca hasta lo más íntimo y cotidiano de sus vidas y los proyecta en los hijos que son el fruto de esa unión.
Como ya hemos visto, se realiza por la mutua entrega de la vida expresada en el consentimiento matrimonial: acto por el que entregan y reciben la propia vida. Se entregan al otro y reciben la entrega del otro. Así se hacen uno. Con una decisión irrevocable. Eso es casarse y cambia radicalmente la relación. Antes no se pertenecían, ahora se pertenecen. Se pertenecen porque se entregaron uno al otro y aceptaron la entrega del otro. Hasta el momento de hacerlo, no tienen obligaciones respecto al otro. Pueden finalizar la relación cuando quieran y comenzar otra, porque no se han entregado. Después de casarse, no es posible, porque ya no se pertenecen.
El amor los lleva a entregarse mutuamente la vida (quieren pertenecerse mutuamente, unir sus vidas para siempre), y esa unión (el matrimonio que han realizado) crea el deber de fomentar ese amor; el deber de quererse, porque a eso se han comprometido mutuamente. El matrimonio está muy relacionado con el amor, pero no se identifica con él.
La cultura moderna ha separado el amor y la entrega mutua, el amor y la institución, dando primacía absoluta al amor. Un amor que, además, se reduce al amor afectivo, sensible. Que se mide por lo que sienten (lo que no medible exteriormente, ya que no es posible construir una máquina mida el amor de una persona hacia otra). Y que es tan inestable como lo es el sentimiento…
Cuando en la concepción del matrimonio se separa el amor conyugal (es decir, el amor que lleva a compartir toda la vida y se expresa con la entrega sexual) de la institución matrimonial (la real entrega mutua de vida) estamos en problemas (mejor dicho está en problemas quien lo separa). Separar quiere decir hacerlos independientes uno del otro: ya sea por vivir el amor conyugal sin institución; o por pretender romper la institución en nombre del amor.
¿Qué pasa cuando se los “separa” antes de casarse?
Son los novios que piensan que para “amarse” (es decir, para vivir como si estuvieran casados sin estarlo) no hace falta casarse. Entonces, antes de casarse, viven de modo matrimonial (como si estuvieran casados), porque lo importante es amor que sienten y no los papeles (como si el matrimonio fuera un mero papel, una formalidad). Dicen, para justificarlo, que quieren casarse aunque en este momento no pueden hacerlo[2].
Así estos novios se van a vivir juntos (no es pecado –piensan y dicen–, porque se aman, y se van a casar…). Confunden el amor con la institución. No se entregan la vida (lo que sucede cuando se casan). La entrega de vida no importa, importa que ahora te quiero, y eso justifica todo. No se entregan la vida… solo conviven…, comparten los gastos, la cama… obviamente ahora no quieren tener hijos… El deseo de casarse en el futuro, obviamente, no cambia la realidad de que no se han entregado la vida, y de que hasta el mismo momento de dar el “sí”, no tienen ninguna obligación de hacerlo.
Y después de casarse, esta manera de pensar lleva no considerar el matrimonio indisoluble, ya que ¿para qué seguir juntos si no nos queremos o si ahora quiero a otro/a?
Esto explica la mayor tasa de divorcios entre quienes conviven antes de casarse que entre quienes no lo han hecho. En sus mentes, la entrega no es tan importante, lo sustantivo es el amor de sienten (y que obviamente pueden dejar de sentir, ya que no decidimos los sentimientos que podamos tener en el futuro). El amor que hoy justifica la vida similar a la conyugal sin estar casados, mañana podrá justificar la separación si faltara, aunque lo estuviéramos.
La indisolubilidad del matrimonio tiene que ver con la entrega, no con el amor (que los lleva a entregarse la vida).
La licitud (mejor dicho, santidad) del acto sexual tiene que ver con la entrega, no con el amor (que obviamente es necesario para la santidad del acto). El acto matrimonial es la expresión corporal de la entrega de vida y mutua pertenencia en el amor que tienen. Sin entregarse la vida, el acto está vacío, es una mentira: significa una unión que no tienen. No los une, porque no están unidos.
Después de casados, ese mismo error, cuando uno se ha cansado del otro, lleva a decirle: “ya no te amo, desaparecé de mi vida”. Que se hayan entregado la vida (lo que significa que no se pertenecen) no importa, importa que ahora ya no te quiero…
Como en muchos casos no hay “entrega”, sino solo “amor”; muchos matrimonios hoy son nulos. Porque si no hay voluntad de entregarse, obviamente no hay entrega, y la fórmula que la expresa es una farsa: digo entregarme, pero no me entrego; digo para siempre, pero no quiero que sea para siempre sino solo mientras dure el amor… Y si no me entrego, no hay matrimonio por más pomposa que sea la ceremonia en la que se “casan” o la fiesta que lo celebra.
¿El matrimonio civil es matrimonio? ¿casa a los que “se casan” o es un mero trámite formal?
Aunque pretenda tener aires de matrimonio y hasta haya un juez que predique sermones… el matrimonio civil para un cristiano es –en principio– un trámite civil. Y no casa a los contrayentes tanto por motivos humanos como sobrenaturales[3].
Además, el matrimonio civil (que es matrimonio para un no católico) en su forma actual en Argentina no refleja lo que es el verdadero matrimonio. Porque, de hecho, es el mismo para distintos tipos de uniones que nada tienen que ver con el matrimonio, lo que lo convierte en una unión civil de dos personas con un contenido incierto; y porque es esencialmente disoluble (es casi más fácil divorciarse que despedir un empleado…). Por esto corre el peligro de vaciar de contenido el consentimiento de los contrayentes, que es inválido si carece de elementos esenciales del matrimonio (que en la forma civil no están presentes).
De manera que para un cristiano es un signo de cierto compromiso –es mucho más que nada–, pero no casa a quienes lo contraen. De hecho, una persona casada civilmente se puede casar por la Iglesia con cualquier otra persona: a efectos eclesiales es considerado soltero/a[4].
La contradicción de algunos signos matrimoniales y el convivir antes de casarse.
Cuando se separa conceptualmente el amor conyugal del matrimonio, el matrimonio –la entrega mutua de las vidas– pierde en sus cabezas su valor. La misma ceremonia, llena de simbolismo, es ridícula.
¿Qué sentido tiene el traje blanco de la novia? Su pureza –incluso si no ha sido capaz de vivirla de hecho, significa el hecho de que quiso vivirla: no vivió matrimonialmente antes de casarse–. Si han convivido, obviamente es una farsa. Un color mentiroso, ya que no puede entregar una pureza que no tiene.
¿Qué sentido tiene que la novia entre a la iglesia del brazo de su padre?, ¿que la entregue al novio en al pie del altar antes de la ceremonia? Significa que el padre se la cede, ella deja su casa, para ir a vivir con el novio. Deja su familia de origen, para formar una nueva familia, en una nueva casa. Pero, si han vivido juntos es una broma…, una mentira… Un signo vacío.
¿Qué cambia el día del casamiento? Obviamente mucho espiritualmente porque se han entregado la vida. Pero esa entrega mutua no tiene ninguna implicancia concreta en la vida de todos los días. Externamente, para ellos, significa muy poco. El estar casados no les ha cambiado la vida en lo más mínimo. Y esto es terrible, aunque solo sea desde el punto de vista simbólico: casarse no les significa ningún cambio en su vida. Existencialmente les cambió la vida (ya no se pertenecen a sí mismo, son uno del otro), pero exteriormente no les cambió nada.
A modo de conclusión
La visión que realza la importancia del amor conyugal en detrimento del matrimonio, en realidad responde a una visión antropológica del amor alternativa a la cristiana.
Son dos modelos alternativos de amor. Uno de amor total y el otro de amor light. Uno de amor para siempre; y otro, de amor mientras dure. Uno proyectado hacia el futuro; y otro, centrado en el momento presente. Uno, con entrega de vida; y otro, con algo de entrega, compartiendo el presente. En uno están unidos, y el otro están juntos. En uno se juegan por el otro; en el segundo, disfrutan el momento (mientras dure).
Una pregunta fundamental que deben hacerse quienes se quieren es cómo se quieren, con cuál de los dos amores. Cuánto están dispuestos a sacrificar por otro. Y si ambos hablan del mismo tipo de amor cuando dicen que se quieren (es relativamente frecuente que uno quiera amor definitivo y total, y el otro no tanto…, pero el primero piense que los dos quieren lo mismo…).
* * *
Para padres: un caso particular
La objeción de conciencia de los padres ante la imposición de cooperar a una acción inmoral de un hijo.
Cuando un hijo pretende que sus padres lo ayuden económicamente a irse a vivir con la novia antes de casarse, se plantea a los padres un dilema muy grande entre su conciencia y el deseo de ayudar a su hijo; entre sus deberes ante Dios y el miedo a que su hijo de distancie de ellos, por seguir sus principios.
Los pone entre la espada y la pared.
Es importante distinguir entre el respeto de la libertad –siempre necesario– y la cooperación a una acción mala.
Los padres deben respetar la libertad de sus hijos mayores de edad. Si un hijo decide irse a vivir con la novia, no compartirán la decisión, les hará sufrir, pero respetan la libertad de su hijo. Sólo intentarán hacerles ver por qué esa decisión les parece inadecuada. Pero, lo dejan ir, ya no pueden evitar que se vaya, lo siguen queriendo, respetan su libertad. Y punto.
Por eso, podrían decirle a su hijo:
“No discutimos tu libertad. Está fuera de duda el respeto de tu libertad. Sos mayor de edad, respetamos lo que hagas, aunque nos duela (porque no podemos ocultar que nos duele algo que pensamos que le hará daño a tu futuro matrimonio).”
Pero en el caso en que el hijo requiere la colaboración de sus padres para hacerlo, lo que está en juego no es la libertad del hijo, sino la libertad de los padres.
Es cuando se les pide/exige que lo ayuden a realizar esa decisión, ya sea prestando un departamento, pagando parte del alquiler, contribuyendo con muebles, etc.
Le podrían explicar:
Está aquí en juego obligar a tus padres a cometer un pecado para darte un gusto: a actuar contra su conciencia. Vos pensás que no es pecado vivir matrimonialmente sin estar casados, pero nosotros creemos que es una ofensa a Dios (somos católicos y respetamos la doctrina católica). Así como nosotros respetamos tu libertad, te pedimos que respetes la nuestra, y no nos pidas que actuemos contra nuestra conciencia. Te pedimos que aceptes nuestra objeción de conciencia (ejercer el derecho a no ser obligado a actuar contra la propia conciencia).
¿Cuál es el problema en cuestión?
El problema se llama cooperación al mal. Una acción mía que contribuye a que otro actúe mal. Es un tema muy estudiado en la Teología Moral. Es el caso de quien presta dinero para alguien haga un aborto, o vota un partido político que promueve políticas inmorales, o le da alcohol a un amigo para que se emborrache… Sobre el tema se puede consultar cualquier tratado de Teología Moral. En este caso, alquilarle al hijo un departamento propio a bajo precio, para que vaya vivir con su novia es un caso típico de cooperación al mal. Y unos padres cristianos no deberían estar dispuestos a hacerlo[5].
Los padres podrían explicar a su hijo:
“Te podés ir a vivir a cualquier lugar del mundo, cuando quieras, no dejaremos de quererte porque no quieras vivir la moral cristiana, pero no nos pidas a nosotros que te ayudemos, cuando esa ayuda significaría dejar de vivir nuestra fe y principios morales. No sería justo”.
Si el hijo, se enojara y amenazara a los padres de distanciarse de ellos por esto, estaríamos en un caso de extorsión, lo que agravaría la cuestión, ya que el hijo estaría no pidiendo ayuda, sino violentando la conciencia de sus padres.
Por tanto, sí a dar a los hijos toda la libertad que tienen; pero no a la cooperación al mal. Son dos cuestiones muy distintas. Los hijos necesitan la coherencia moral de sus padres, no pueden obrar mal ellos, para dar una alegría a sus hijos. Quizá en el momento no lo entiendan, pero si son sinceros, valorarán la coherencia de sus padres.
Eduardo Volpacchio
Córdoba, 30 de abril de 2021
Para los que quieran profundizar en el matrimonio, les ofrezco cuatro charlas sobre el matrimonio que di el año 2020 por Zoom, durante la cuarentena, y que subí a mi canal de YouTube a modo de curso sobre el matrimonio.
[1] https://algunasrespuestas.wordpress.com/2013/12/21/para-que-casarse-que-diferencia-hay-entre-casarse-y-no-casarse/
[2] Cosa que parece extraña: si tienen donde vivir juntos, no se entiende qué les falta para estar casados. ¿Casarse es sólo una cuestión de tener más dinero?
[3] Ministros del matrimonio son los contrayentes, de manera que bastaría su consentimiento para casarse. Pero el Concilio de Trento en el siglo XVI, ante cierto caos debido a los matrimonios clandestinos (gente que se casaba pero que nadie sabía que estaba casada) puso como condición de validez del matrimonio que ese consentimiento sea expresado delante testigos cualificados (en principio el párroco). De manera que el matrimonio civil es inválido para un católico como matrimonio por no cumplir los requisitos de validez del consentimiento. Sólo es válido realizado con la forma canónica.
[4] Esto se podría matizar un poco, pero para el objeto de este artículo alcanza.
[5] Aclaro que en casos extremos, cabe la cooperación material al mal en ciertas condiciones, sin cometer pecado, pero me parece claro que este caso –en principio– no cumple tales condiciones.