¿Qué es Dios? ¿Quién es Dios?

Para procurar entender mejor de qué hablamos cuando hablamos de Dios.
Conocer mejor su ser y sobre todo, su ser personal.

Para bajarlo en Word:

¿Qué es algo? ¿Quién es alguien? Estas son dos preguntas importantes al hablar de cualquier cosa; y son dos preguntas distintas. Interesa hacérselas respecto a Dios, porque aunque todo el mundo habla de Dios, hay quienes no saben bien de qué, ni de quién, están hablando.

Primero distingamos el “qué”, del “quien”, que nos llevará a distinguir entre naturaleza y persona.

La pregunta acerca del “qué”

Cuando nos preguntamos qué es algo/alguien, estamos preguntando por su esencia. La esencia es la respuesta a la pregunta ¿qué es eso? Es una mesa, un perro, un ser humano, un árbol…

La esencia de algo/alguien es lo que ese algo/alguien es. En términos conceptuales, diríamos que es lo que lo define: la esencia de ser humano, por ejemplo, es lo que hace que alguien sea eso: ser humano. Lo que lo distingue en lo más radical suyo, y hace que no sea otra cosa, lo que lo distingue en cuanto tal.

En los seres vivos, esa vida que tienen y desarrollan se realiza de acuerdo a su naturaleza. ¿Qué es la naturaleza de algo? Es su esencia en cuanto principio de operaciones. Es decir, lo que explica desde lo más profundo de su ser, su forma de existir, moverse, actuar, etc. La naturaleza humana, por ejemplo, incluye todo lo que el hecho de ser un ser humano significa en lo operativo (el tipo de vida que integra su vida vegetativa, sensitiva, afectiva, racional, libre…, es decir, lo propiamente humano, y, por tanto, diferente de la naturaleza angélica y de la animal).

La pregunta del quién

Entre todos los seres existentes, se distinguen los espirituales. Tienen autoconciencia y libertad. Entonces, decimos que cada uno es una persona. Cada persona es única e irrepetible. Todas las personas tienen su naturaleza (común para cada especie), pero cada una es ella misma, distinta a todas las demás. Todos nosotros somos seres humanos, pero él es Pedro, aquél es Juan o Alejandra… Es tal persona.

Entones, distinguimos entre naturaleza y persona.

Naturaleza: Explica lo que somos, el qué somos. En nuestro caso, un ser humano. Eso define nuestro modo de ser y actuar.

Persona: cuando el ser es espiritual, la persona es el sujeto, el yo, quién es. La gran diferencia entre una “cosa” y una “persona”, reside en que la segunda al ser espiritual, tiene conciencia de sí misma. Designamos a la persona por su nombre: es Ana, o Pedro… Sos una persona, esta persona concreta. Y esta persona humana, es un varón o es una mujer: esa es tu naturaleza (qué sos: un ser humano varón o mujer). Tu persona, es ser Ana, ser Pedro…

¿Qué es Dios?

La pregunta ¿qué es Dios? equivale a preguntar por su esencia y su naturaleza. Y nos llevará a hablar de la naturaleza divina.

Dios es el ser absoluto (absoluto en sentido propio). El único ser absoluto –solo puede haber un absoluto por definición de absoluto–, absoluto en cuanto ser: los demás seres, tenemos el ser –tenemos el ser limitadamente: somos seres humanos, o es una planta… algo limitado)- mientras que Dios es el mismo ser subsistente: es todo el ser, el ser absoluto, sin límite, sin tiempo, espacio… nada que lo limite.

Obviamente no podemos agotar la esencia divina: Dios es mucho más de lo que podemos pensar y expresar. Todos nuestros pensamientos y conceptos sobre Él se quedan cortos.

Por ser el ser absoluto, puede crear (solo quien es el ser “total”, puro ser, puede dar existencia a lo que no existe). Nosotros podemos cambiar cosas que ya existen, transformarlas…, pero no “crear”, es decir dar el ser a lo que no lo tiene.

Por ser el ser absoluto, solo puede ser uno. No puede haber dos, ni tres… porque serían limitados (se distinguirían entre ellos, uno tendría algo que el otro no tiene… ninguno sería absoluto). De ahí la racionalidad del monoteísmo (que existe un solo Dios): el politeísmo se opone a la razón.

Solo hay un “Dios” por definición de “Dios”.

Y, por lo mismo, es todopoderoso, eterno, inmutable, simple, plenitud de sabiduría, bondad, belleza… Todo lo que la Teodicea (la parte de la Filosofía que estudia a Dios) nos enseña.

Todo esto explica simplemente la naturaleza divina.

Qué es Dios lo conocemos en parte por la razón a partir de sus obras. Creando el mundo se ha mostrado a sí mismo. De aquí el conocimiento racional que tenemos de su existencia y de sus atributos. Esto lo estudia la Teodicea. Se trata de lo que podemos conocer de Dios a partir de lo que ha creado. Este conocimiento de Dios es limitado, pero es un verdadero conocimiento.

¿Quién es Dios?

Y podemos conocerlo íntimamente (es decir, en sí mismo) a partir de la revelación: Dios ha intervenido en la historia para salvar a los hombres. Ha buscado a Noé, ha llamado a Abraham… formado un Pueblo… Es la historia de la salvación, ahí encontramos cómo ha actuado, qué ha dicho de sí mismo, qué nos ha pedido, etc. El culmen de la revelación se da en Jesús: Dios hecho hombre.

Este Dios infinito no es una “cosa” (energía, por ejemplo), sino que es alguien: un ser inteligente y libre. El orden del universo exige que haya sido creado por un ser inteligente, pensante. Es un ser personal.

En cuanto a qué es Dios en sí mismo, la definición más impresionante, nos la aporta San Juan cuando dice que “Dios es amor” (1 Jn 4,8). Es decir, que su esencia es amar. Lo cual nos muestra que no sólo no es “algo”, ni sólo  (es alguien pensante), sino alguien que esencialmente ama.

Es decir, que este ser absoluto, es un ser espiritual porque es pensante y ama; y porque obviamente lo material no puede ser infinito, ni ser todo el ser, ya que por definición lo material es limitado. Importa repetirlo, Dios es personal: no es una “cosa” (como energía…), es alguien. Inteligente y libre.

Y este único Dios, en su intimidad, no es soledad, no es una sola persona, sino tres personas. Esto lo sabemos porque Él nos lo ha revelado en el cristianismo.

Tiene una vida de comunión infinita y total, es tres personas (el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo), que son un único Dios. Los tres son un solo Dios (no son personas “independientes”).

Dios es el Padre, es el Hijo, es el Espíritu Santo. Y los tres no son tres dioses, sino un único Dios.

¿Cómo lo sabemos?

Que Dios es uno solo, como ya hemos dicho, lo podemos conocer racionalmente.

Por la revelación de Dios, sabemos que ese único Dios no es pura soledad, sino que tiene tres personas divinas.

Esto es muy importante, porque amamos a una Persona: amar a Dios, es amar al Padre, amar al Hijo, amar el Espíritu Santo. Cuando hablamos, nos dirigimos a las personas: podemos dirigirnos a Dios en su unidad, pero hemos de aprender a distinguir, tratar y amar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

En el Antiguo Testamento Dios siempre se presenta como único. Y aunque hay algunos pasajes en los que podemos encontrar pistas de que ese único Dios, tiene una vida interna. Por ejemplo, en la Creación cuando Dios dice: “hagamos al hombre” en plural.

Es en el Nuevo Testamento cuando Dios se muestra trinidad de personas divinas. ¿Cómo? Precisamente con la actuación de cada una de ellas.

Ya en la Anunciación el Ángel, le habla a María de la Trinidad que hay en Dios y cómo cada Persona actuaría en Ella: “el Espíritu Santo descenderá sobre ti”, le dice. El Padre (“la virtud del Altísimo”, le dice) la cubrirá con su sombra. Y quien nacerá de Ella será llamado “Hijo de Dios”. Ahí estás las tres.

A lo largo del Evangelio, Dios se muestra en sus tres personas. Jesús dice que es Dios, y que no es el Padre. Sin embargo, dice “quien me ha visto a mí, ha visto al Padre”. Al mismo tiempo, dice que “el Padre y yo somos uno”. Y también promete el Espíritu Santo, que descenderá sobre los Apóstoles en Pentecostés.

Del Evangelio es claro que el Padre es Dios, que el Hijo (Jesús) es Dios y que el Espíritu Santo es Dios. Que son distintos y que no son tres dioses, sino un solo Dios.

¿Cómo se puede explicar que un solo Dios sea tres Personas?
A partir de los hechos (Dios actúa y aparece, como Padre, como Hijo y como Espíritu Santo), los cristianos pensaron cómo explicar este hecho misterioso de que Dios sea uno solo, y que en Dios haya tres Personas divinas.

Esas explicaciones dan forma a la doctrina sobre la Santísima Trinidad. Es una explicación racional de los datos revelados. Repito: lo revelado es que hay un solo Dios y que ese Dios es la plenitud de vida y comunión de tres Personas, en una unión tan absoluta que no deja de ser un solo Dios.

Hay dos maneras de explicarlo.

1) Dios es amor. Si es amor, debe haber quien ame (El Padre), quien es amado (el Hijo) y el amor con que se ama (el Espíritu Santo).

El amor crea comunión. Dios como es absoluto, se identifica con sus acciones ad intra (para adentro, “dentro” de la Trinidad). Amar y ser Dios es lo mismo. Su ser es amar. Un amor absoluto, que al ser perfecto y absoluto, hace de los “amantes” (Padre, Hijo y Espíritu Santo) un solo ser.

2) Dios es un ser espiritual. Las dos operaciones de los seres espirituales es conocer y amar.

Dios se conoce a sí mismo. Su conocimiento es perfecto, tan perfecto como Dios mismo. Y, como en Dios, su ser y su obrar son lo mismo, se identifica con Dios. Por eso el conocimiento que Dios tiene de sí mismo es también Dios. Es el Verbo, segunda persona de la Trinidad. Así se podría decir que el Verbo procede del Padre por vía de conocimiento.

El Padre ama al Hijo. Y el Hijo ama al Padre. Ese amor –igual que en el razonamiento del conocimiento– es absoluto; y es Dios mismo, es el Espíritu Santo. Así se dice, que el Espíritu Santo, procede del Padre y del Hijo, porque es el amor que se tienen.

Así resumidamente hemos visto qué es Dios (su naturaleza) y quién es (sus personas). Ahora ocupémonos de Jesús.

¿Qué y quién es Jesús?

Comencemos por responder a ¿qué es Jesús?

De Jesús, leyendo el Evangelio, sabemos que es Dios y es hombre. Es Dios (hace milagros, tiene una sabiduría infinita, es uno con el Padre…) y es hombre (nace, come, duerme, muerte… y resucita).

¿Cómo es esto? Para salvarnos, la segunda Persona de la Trinidad (es decir, Dios mismo, en su segunda Persona), asumió la naturaleza humana (se hizo hombre, sin dejar de ser Dios). Sigue siendo Dios (no puede dejar de serlo), y ahora también es hombre.

Por tanto, a la pregunta ¿qué es Jesús? Respondemos que es Dios y hombre. Es decir, que Jesús tiene dos naturalezas, una divina (desde toda la eternidad, común al Padre y al Espíritu Santo) y otra humana (asumida de su Madre, Santa María).

Por tanto, en Jesús, hay dos naturalezas –es Dios y hombre–, sin mezcla –no es un híbrido humano-divino–, sin confusión –lo humano es humano (come, duerme…), lo divino es divino (hace milagros…)–, sin separación (no es mitad Dios y mitad hombre: todo Jesús es Dios y es hombre).

Esta unión de la naturaleza humana con la divina en Jesús se llama unión hipostática. Ambas naturalezas se unen en la persona del Verbo (en la Persona divina) que es Dios y asume (podríamos decir que “suma”) la naturaleza humana. Es un misterio único. Que solo puede suceder en Dios: nosotros no podemos tener dos naturalezas…

Si en cambio nos preguntamos ¿quién es Jesús? Respondemos señalando su persona.

¿Quién es este “hombre”? ¿Quién es la Persona (en Jesús)? La segunda Persona de la Trinidad, que ahora tiene dos naturalezas (la humana y la divina).

¿Quién es Jesús? Es Dios, en concreto la segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo o el Verbo, como se la llama.

La única persona de Jesús es la divina. Que actúa con sus dos naturalezas. Jesús pasa hambre, duerme, camina, habla, muere en la cruz en su naturaleza humana (son acciones humanas, de Dios): la persona (el sujeto que actúa) es la divina, actúa en acciones divinas y humanas (con sus dos naturalezas). Jesús hace milagros, resucita… con su naturaleza divina.

Esto es asombroso: que Dios mismo haya querido asumir todas las realidades humanas que nosotros vivimos, para así darnos la posibilidad de divinizar nuestra vida.

En resumen, en Dios hay una naturaleza y tres Personas. Y en Jesús, dos naturalezas y una Persona.

Eduardo Volpacchio
Mendoza, 30 de mayo de 2023

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¿Existe Dios?

Charla sobre la racionalidad de la fe en la existencia de Dios.

Se trata de entender qué es creer, la racionalidad de la fe en Dios y su superioridad racional frente al ateísmo, y la respuesta a los problemas más profundos del ser humano.

Para bajar el texto de la charla en Word: Existe Dios

Creo en Jesús, pero no en la Iglesia o en el Papa

No es raro escuchar la frase “Jesús sí, Iglesia no”.

Como slogan puede tener gancho, pero es un  contrasentido porque contradice lo que vemos en el Evangelio que Jesús pensaba sobre el tema.

Además es imposible prescindir de la Iglesia si queremos encontrar a Jesús, y no es posible entender a Jesús y su misión sin la Iglesia

1. Quien cree en Jesús, cree que es Dios y cree en todo lo que hizo y enseñó

Es claro que Jesús fundó una Iglesia, que llamó unos Apóstoles para que continuaran su misión, que prometió su asistencia y el envío del Espíritu Santo. Quien cree en Jesús, cree todo esto. De otro modo, Jesús nos engañó o se le escapó la cosa de las manos, ambas cosas incompatibles con la fe en que sea Dios.

De manera que creer en Jesús incluye la fe en la Iglesia fundada por Él.

Por señalar algunos ejemplos básicos:

Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia…” (Mt 16,18): es decir, mi Iglesia –hay una Iglesia que Cristo fundó– está aquí, con Pedro.

Todo lo que ates, será atado en el cielo” (Mt 16,19): Jesús se comprometió a confirmar la acción de Pedro como cabeza de mi Iglesia, porque velará por él.

Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28,20): es decir, cuando quieran buscarme, búsquenme en la Iglesia, porque es allí donde estaré.

El Espíritu Santo los llevará  a la verdad plena” (Jn 16,13): les he enseñado muchas cosas, pero necesitan que envíe el Espíritu Santo para que los conduzca a la verdad completa.

Si Jesús no nos engañó, Él está en la Iglesia…

2. Sin la Iglesia no hay acceso real y concreto hoy a Jesús

Porque  desde su Ascensión a los cielos, la Iglesia lo hace presente. Jesús se hace presente en la Iglesia –y sólo en la Iglesia–. Actúa en su nombre (cuando bautiza es Jesús quien bautiza), se pone en sus manos (se “mete” en la Eucaristía para llegar a todos, en y a través de la Iglesia: sin ella no hay Eucaristía), le da su palabra (los Evangelios no son otra cosa que escritos de discípulos de Cristo –miembros de la Iglesia– inspirados por el Espíritu Santo; y Jesús confío su interpretación a la Iglesia, para evitar que cada uno interpretar lo que se le ocurriera).

El encuentro con Jesús hoy se da en la Iglesia, que es su Iglesia (de la que Él es parte como cabeza).

3. Sin Jesús no hay Iglesia

La Iglesia no tiene consistencia propia, en sí misma no es nada… Su misión y sentido es hacer presente a Cristo, ser el lugar de encuentro con Cristo. Su razón de ser es referir a Cristo. Es depositaria de tesoros de doctrina y gracia (sacramentos) que no le pertenecen (en sentido que no puede alterarlos a su antojo, sino sólo puede transmitirlos fielmente), porque son de Cristo.

4. Sin Pedro (el Papa) no hay Iglesia

Sin cabeza visible, no hay cuerpo. Pedro es vital: “sobre esta piedra”, aunque sea frágil por sí misma. Jesús sabe que Pedro lo negará, incluso después de Pentecostés necesitará ser corregido por Pablo cuando ante los judaizantes respete escrupulosamente la ley mosaica, confundiendo a los demás sobre la obligatoriedad de hacerlo; incluso intentará huir de Roma ante la persecución de Nerón… Y no deja de elegirlo por eso. Y confirmar la elección después de las negaciones.

Se nos pide fe en la Iglesia, pero una fe madura. Sin fundamentalismos, sin simplificaciones ingenuas.

El Espíritu Santo la asiste, pero no para que todo le salga bien humanamente… Tendrá que pasar por  la cruz –Pedro, el Papa Francisco y todos los cristianos–.

¿Qué supone la infalibilidad? Es garantía de la perennidad de la Iglesia: que la Iglesia dure para siempre, esencialmente idéntica a sí misma (como la fundó Cristo, sin cambiar; ya que si cambiara no sería la que Cristo fundó, sería otra). Esto implica una asistencia especial en temas doctrinales y morales.

La asistencia del Espíritu Santo no es para toda la vida del Papa y todos sus actos. En lo administrativo, en lo humano, se puede equivocar… y no pasa nada. Dios nos santifica incluso con los errores ajenos. En lo opinable, lo estratégico, el nombramiento de Obispos y hasta de su mayordomo…, en la aprobación del presupuesto de la Santa Sede, y en mil cosas más no goza de la infalibilidad…, no la necesita.

Y creemos en el Papa, lo seguimos y lo queremos, aunque no nos gusten algunas cosas del Papa (ya la fe no nos pide que coincidamos en todo, ni hace falta que lo hagamos…).

5. La Iglesia tiene miserias, que no le impiden hacer presente a Cristo

Los discípulos que Jesús eligió tuvieron defectos (y Jesús lo sabía: no fue ingenuo…). No entendían su enseñanza, Judas lo traicionó, Pedro lo negó, todos huyeron de la cruz… Es obvio que a los que los sucedieran también iban a ser falibles como personas: ¡siguen siendo humanos!

Esto no quita que puedan ser instrumentos de la acción de Dios. Es más, para acceder a la gracia divina no hace falta buscar hasta conseguir un ministro perfecto… Dios garantiza que la gracia pasa a través de sus instrumentos (incluso si no son todo lo dignos que deberían ser… ¡ojalá lo fueran y rezamos para que lo sean!). Y esto,  no es malo, sino que es bueno… Gracias a que confiamos en la acción de Dios, no nos fijamos en el ministro: Dios nos garantiza que Él actúa siempre, de manera que podemos estar sin miedo aunque no nos conste la santidad del ministro: la salvación procede de Dios, no viene del ministro: solo pasar a través suyo…

Eduardo Volpacchio
14.5.23

¿Qué hacemos con las dudas de fe?

¿Quién no ha experimentado dudas de fe?

Pienso que todos las hemos sufrido. Es natural que quien piensa, se plantee preguntas e interrogantes acerca de lo que ve, piensa, reza, hace, reza, vive, etc.

Además, en nuestros días, la cultura reinante desafía constantemente muchas verdades de fe, y es muy importante tener respuesta para esos desafíos. Verdades incómodas para la cultura moderna (la moral sexual cristiana, por ejemplo) exigen un mayor conocimiento de sus razones. Ya San Pedro pedía a los primeros cristianos que estuvieran dispuestos a dar respuesta a “cualquiera que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen” (1 Pedro, 3, 15).

Por eso no debería inquietarnos experimentarlas, ya que son una ocasión de madurar y crecer en la fe. Plantearnos y replantearnos cuestiones nos lleva a redescubrir su sentido y valor.

Por otro lado, también es cierto que fomentar dudas de modo frívolo, sin resolverlas; o apagarlas para no pensar, puede dañarla y mucho. Todo depende de cómo las analicemos y les respondamos.

Por tanto, no te sientas mal por tener dudas de fe, ni las fomentes. Simplemente, intentemos aprovecharlas.

La seguridad de la fe no excluye una cierta inseguridad

La fe nos aporta el conocimiento más importante de nuestra vida, el más profundo, el que aporta el sentido a todo, el que da trascendencia a una vida –la nuestra– que, sin ella, quedaría encerrada en las coordenadas espacio-temporales en las que trascurre, sin apertura a lo eterno.

Ese conocimiento, por ir más allá de lo sensible y experimentable, no es demostrable a ese nivel. Por definición es un saber de algo que, tenemos por seguro, pero no podemos demostrar en términos de ciencias experimentales, es decir, empíricamente, sin que quede margen de duda. La fe nos permite el conocimiento de lo que es, pero no se ve… No se ve, pero es muy sensato, ya que aporta respuestas a las preguntas más importantes de la vida; preguntas que sin fe, no es que tendrían otras respuestas, sino que se quedarían absolutamente sin respuesta[1].

Ese saber tiene certeza –estoy seguro de lo que creo–, con una certeza que no es ni metafísica (no puede ser de otra manera de modo absoluto), ni física (demostrada empíricamente), sino moral (seguridad subjetiva, sólida, pero no absolutamente cerrada externamente). Para fundamentar esa fe, tengo numerosos argumentos convincentes (es decir, que convencen, sin ser cada uno de ellos definitivos) y convergentes (todos apuntan en la misma dirección, llevan a afirmar la fe). Esto hace de la fe, siempre un acto libre. Los argumentos me llevan a la fe, pero el último paso, lo doy, no movido por una necesidad racional (el caso de aceptar que 2 + 2 = 4, no puedo negarlo sin negar lo evidente), sino en libertad.

Tanto el creyente como el no creyente creen, tienen fe. En el primer caso, una fe positiva (“creo en Dios”) y en el segundo, negativa (“no creo en Dios”). Pero tan fe, la una como la otra.

Y ambos, tanto el creyente como el no creyente, tienen –en su seguridad– un margen de inseguridad. Al creyente le pueden asaltar pensamientos del estilo de “¿y si todo esto es un cuento chino…”. Y al no creyente, “y si Dios existe…”. Nos ocupamos de este tema en mi libro “Creer o no creer: esa es la cuestión”.

Evidentemente la seguridad de la fe de cada uno –cuánto de sólida sea mi fe–, dependerá de su fundamento personal (cuánto conozco de la fe, la he estudiado; conozco sus razones, he alcanzado una visión de conjunto, coherente de la fe; entiendo el sentido que tienen las cosas…), del carácter de cada uno (las personas inseguras, tienden a tener más dudas que el resto, por su forma de ser…), del ambiente en que se vive (en un ambiente creyente, será más fácil que la fe sufra menos terremotos que en un ambiente contrario a la misma).

Cuánto menos conozca de la fe, es natural que más cosas me resulten difíciles de entender… y más dudas se me presenten.

A veces, las dudas de fe tienen su origen en la poca formación personal: en no haber estudiado la propia fe. Muchos no saben bien qué es lo que creen; tienen, más que dudas de fe, dudas de lo que afirma la fe… o dudas de cosas que no son de fe… Y desconocen las razones de la fe.

La duda no es mala en sí misma, hasta puede ser una buena motivación para profundizar en la fe. El asunto es no conservarla como duda, sino como ex duda resuelta…

Maduración de la fe

En el crecimiento de la fe, se debe pasar de la fe infantil (basada en lo que has recibido) a una fe personal (asumida como propia). Y tendrá que pasar por pruebas, para llegar victoriosa a una fe más sólida. Triste cosa sería perderla en esas crisis de crecimiento.

Así nos hacemos merecedores de la bienaventuranza que Jesús pronuncia con ocasión del acto de fe de Tomás, que ha visto y tocado las llagas de sus manos y sus pies: “bienaventurados los que creen sin haber visto” (Jn 20,39).

Hay dudas y dudas…

Las dudas surgen por muchos motivos (afectivos, ante problemas, falta de formación…).

Para saber cómo manejar las dudas, habrá que precisar un poco.

Hay que distinguir las dudas razonables y la no razonables. Hay dudas que no proceden de la falta de entendimiento o de la dificultad de aceptación de alguna cuestión de fe, sino que tienen su un origen lejos de la racionalidad.

Las dudas afectivas, no son propiamente dudas, porque no tienen un origen racional: surge de la sensibilidad, de un sentimiento: algo no me gusta, me desagrada… y entonces lo cuestiono. Me enojo con Dios porque murió un familiar, y me cuestiono su bondad… También podría ser el caso de quien, cansado para ir a Misa, se pregunta ¿sirve para algo ir a Misa? Su pregunta busca una respuesta negativa, la podríamos llamar duda perezosa. No es “honrada”, en el sentido que no busca encontrar su sentido, sino una excusa para dejar de asistir…

También son dudas afectivas, las que llevan a sentirse raro por las propias creencias en un ambiente ateo o anticristiano. Sería una duda vanidosa o vergonzosa. Uno no se siente bien con su fe, pero no por su relación personal con la fe, sino por la falta de sintonía con quienes le rodean o por cómo lo miran –o piensa que lo miran–; y eso lo lleva a sentirse incómodo. Puede uno sentirse un dinosaurio, donde se considera a la fe pasada de moda… Pero no se trata de incomodidad con la fe, sino de respetos humanos.

Existen las dudas perezosas o desganadas… Me decía una adolescente: “tengo dudas de fe”. Le pregunto qué inquietudes tenía. Y me respondió que no sabía si iba a Misa los domingos por mera costumbre o porque quería… Le expliqué que ese no era un problema para ir a Misa… Le digo: ir por costumbre es bueno, y de hecho si vas es porque querés (si no quisieras, no irías). Es bueno que te lo preguntes, para actualizar tu querer, redescubrir el sentido de la Misa, y encender el amor a Dios cuando asistas, para que no sea sólo costumbre (porque sola es muy pobre). Pero, absolutamente esa duda, no es una duda de fe, ya que no dudás de la Eucaristía, sino de tus ganas de asistir a Misa…

También existen dudas contreras. Es el caso de algunos adolescentes peleados con sus padres. Si estos son creyentes, no es poco frecuente que –para poner distancia con ellos y hasta una pizca de venganza…– rechacen la fe que sus padres tanto valoran.

Hay dudas negativas. Se llaman dudas negativas a las que no tienen razón de ser. Por ejemplo, cuando te estás alejando del auto que dejaste estacionado, te puede venir a la cabeza, ¿habré cerrado con llave o lo dejé abierto? Si no hubiera ningún motivo positivo que genere la duda (salí muy rápido, no escuché el ruido de las trabas al cerrarse…), la respuesta a esta pregunta, debería ser: siempre lo dejo cerrado, seguro que lo cerré. Dudas negativas en el ámbito de la fe son, por ejemplo, esas que vienen a la cabeza del tipo de “y si el cielo no existe”, “y si Dios es un invento humano” …

Las dudas negativas –no tienen razones que las justifiquen, son dudas que surgen sin motivo– deberían ser despreciadas, no tenidas en cuenta, ya que de otro modo nos volveríamos locos dudando de todo y en todo momento…

Las dudas intelectuales son las dudas propiamente de fe. Es cuando me planeo la racionalidad de una verdad de fe, la duda de una cuestión concreta, con ciertos argumentos contra ella. O el sentido de un precepto moral, que de repente nos parece poco razonable. Estas son propiamente las dudas de fe, y es conveniente buscarles respuestas.

¿Qué hacer con las dudas?

  1. Plantearse la racionalidad o no de la duda.
    Para ver si vale la pena resolverla o despreciarla, no perder el tiempo con dudas sin sentido, y encarar las que reclaman una respuesta.
  2. Buscar la respuesta con honradez intelectual.
    Buscar la verdad con apertura mental. Se trata de encontrar la verdad, y no de buscar excusas para vivir más cómodo, o justificar cosas que me gustan… Esta honradez intelectual comienza por buscar conocer qué enseña exactamente la Iglesia sobre el tema que despierta la duda y entender por qué lo enseña.
  3. No esconder dudas bajo la alfombra.
    Siempre me impresionó la honradez del Card. Ratzinger para hacerse preguntas difíciles, esas que quisiéramos evitar porque parece que nos mueven el piso, que no tienen respuesta fácil, que van en contra de nuestra fe… Las dudas son una oportunidad de madurar en la fe, de encontrar respuestas que deberíamos buscar para entenderla mejor. Quien tiene fe, no teme los desafíos de la razón y de la ciencia, porque sabe que nunca la podrán contradecir.
  4. No asumir que una duda es lo que pensamos.
    Que no entienda un asunto, no quiere decir que no crea en él. Que se nos ocurra una duda, nos venga a la cabeza una ocurrencia, experimentar una tentación, no significa que no tengamos fe. Significa solamente que no vemos a Dios cara a cara, como lo veremos en el cielo (donde obviamente no habrá dudas), que nos falta conocimiento más profundo de muchas cuestiones (no somos una enciclopedia), nuestra fe debe madurar (y es en la prueba, como se consolida), que tenemos curiosidad intelectual… Podríamos decir que yo no soy mis dudas, soy mis certezas. Las cosas necesitan estudio y una reflexión profunda.
  5. Pedir al Señor que nos aumente la fe.
    Es un don de Dios, que hemos de pedir con humildad, ya que Dios se esconde de los soberbios y se muestra a los humildes. Quién de modo patotero exige demostraciones, no encontrará a Dios. A quien lo busque humildemente, se le hará el encontradizo.
    A Jesús no le ofenden tus dudas sinceras. Abrí el corazón con Él, contáselas y pedile que te ayude a encontrarles respuesta. No te va a dejar solo. No son un problema solo tuyo, es un problema de los dos. No olvides que creer es primariamente creerle a alguien, y después, creer lo que dice. Cuando te cueste creer, tu reacción bien puede ser la de aquel padre que al constatar que no tenía tanta fe como para conseguir el milagro de la curación de su hijo, pide a Jesús con sencillez: “Señor, creo, pero ayuda mi falta de fe” (Mateo 9,23).
  6. ¿A quién acudir?
    Buscar respuesta en los que saben: el cristianismo ha buscado explicar racionalmente la fe desde su mismo comienzo. Nunca le ha huido a los desafíos intelectuales.
    Los Padres apologistas, por ejemplo, escribieron a los emperadores explicándoles el cristianismo… Toda la historia, hemos estado escribiendo y desafiando la inteligencia para penetrar en el misterio, entenderlo, explicarlo, acercarlo a nuestra cultura (la de cada época). Al punto que las universidades nacieron de la Iglesia.
    Cuanto tengo dudas de fe, el primer paso es buscar entender qué es exactamente eso de lo que dudamos, para precisar la cuestión. Muchas veces, las dudas de fe son motivadas por matices malinterpretados. Por eso, es razonable que la primera búsqueda sea con personas que conozcan la fe mejor que nosotros.
    Ese decir, antes que ponerte a googlear como loco en cualquier sitio, comenzá buscando en fuentes católicas serias. ¿Quién sabe más del cristianismo que cristianos bien formados? Otros pueden opinar, pero debido a prejuicios, falta de conocimiento a fondo de la fe, y no pocas veces una visión deformada de la misma…, no podrán ayudarte.
    Si quiero saber las razones de tal misterio de la fe o de alguna cuestión moral, es razonable que acuda a expertos en el tema, de la misma manera que si quiero saber algo sobre las estrellas, acudo a un astrónomo.
    En mi blog www.algunasrespuestas.com encontrarás, como el nombre indica, algunas respuestas a tus preguntas y también la oportunidad de hacerme preguntas escribiéndome a algunasrespuestas.com@gmail.com
  7. Hacer una lista de cuestiones de fe que me gustaría entender mejor.
    Es un buen sistema para ir mejorando la propia formación a partir de las propias inquietudes. Así podrás ir estudiando temas concretos según tus necesidades de respuesta.
    Así, aprovechando tus dudas para crecer en tus certezas, también serás capaz de dar razón de tu esperanza a muchos que viven sin esperanza y sin sentido.

No pretendas entenderlo todo, pero irás entendiéndolo todo. Con momentos de oscuridad, y otros de tanta luz que deslumbra. Con paciencia y perseverancia, hasta que no necesitemos fe, porque veremos cara a cara.

Eduardo Volpacchio
Mendoza, 18.7.2022

Nota. Quien escribe estas líneas está convencido de la racionalidad de fe en la existencia de Dios y de la racionalidad del cristianismo. De tal manera, que la razón tiene mucho que aportar a nuestra fe, así como la fe le aporta mucho a nuestra razón.

Para bajar el artículo en PDF: Dudas de fe


[1] La diferencia entre una persona con fe y otra sin fe frente a las preguntas sobre el sentido de la vida, el dolor, la muerte…, no es que tengan respuestas distintas, sino que la segunda no tiene respuesta alguna.

¿El infierno está vacío?

El infierno en el Juicio final de Miguel Angel en la Capilla Sixtina

¿El infierno está vacío?

Me contaba una persona amiga que su párroco predica con entusiasmo que el infierno está vacío.

Más allá del alcance que quiera dar dicho sacerdote a la expresión y de la verosimilitud de la tesis –muy discutible por cierto–, no acabo de ver qué busca con su predicación entusiasta; es decir, qué consecuencias prácticas podría tener semejante audaz afirmación.

Comencemos con la verosimilitud de la tesis.

  1. No hay datos en la Sagrada Escritura en los que basar la afirmación.

Efectivamente si uno recorre la Sagrada Escritura no encontrará ningún pasaje que afirme, sugiera o deje entrever que el infierno podría ser una creación «superflua» de Dios porque lo haya creado para nadie…

Es más, resultaría difícil de explicar la insistencia de Jesús en el tema si no existiera o estuviera vacío (lo cual es equivalente). Porque Jesús es quien más menciona el infierno en toda la Biblia, y habla más veces del infierno que del cielo.

El dato es que en latín «infierno» es «infernus»; en Hebreo es «Sheol»; el Griego es «Gehenna». Esta última es usada 12 veces en el Nuevo Testamento, y siempre es traducida infierno. Y siempre está en boca de Jesús.

Solo podría afirmarse que el infierno está vacío a partir de razonamientos genéricos basados en la misericordia de Dios, concebida sin conexión con su justicia –al menos en referencia a nuestra comprensión–, y en claro contraste con la Escritura y la Tradición de la Iglesia.

  • No resultaría fácil hacerlo armonizar con algunas verdades de fe fundamentales.

Por ejemplo, ¿para qué Dios se hizo hombre y murió en la cruz? Si el infierno está vacío no habría de qué salvar al hombre.

Esta idea hace desaparecer el concepto de un Dios remunerador.

Hay muchas enseñanzas de Jesús respecto a la vida eterna que Él concede a quien cree en Él, lo recibe, lo ama, cumple sus palabras… Si esa vida eterna fuera para todos, no parecería que su causa pudiera ser creer en Él, o recibirlo, acercarse a Él y seguirlo… ya que también todos los que no creen, ni lo reciben, ni cumplen su palabra la tienen sin excepción…

¿Qué necesidad habría de amar a Dios si todo es lo mismo? ¿Qué consecuencias tendría amarlo o no amarlo?

  • Es contrario a todas las experiencias místicas referentes al infierno de la historia.

Que yo sepa, nadie ha tenido ninguna visión del infierno en la que lo haya visto vacío; ni ha habido ningún santo que haya declarado haber tenido una experiencia mística o aparición del Señor, la Virgen, ángeles o santos afirmando esto.

Por el contrario, todas las personas que han tenido visiones sobrenaturales del infierno, han visto lo contrario: han visto condenados en él.

Algunos santos que tuvieron visiones del infierno: Santa Teresa de Ávila, Beata Ana Catalina Emmerich, San Juan Bosco, Santa María Faustina Kowalska, Santa Verónica Giuliani, la Venerable Josefa Menéndez y la vidente de Fátima Sor Lucía, hoy en proceso de beatificación. Para releer sus relatos, basta googlear sus nombres.

Vamos al tema en el que me quería detener: qué consigue esta predicación tan “audaz”, por llamarla de alguna  manera.

Consecuencias prácticas de esta predicación

De la teoría del vaciamiento del infierno, más allá de sus poquísimas posibilidades de ser verdadera y de que sería ridículo ponerse a discutir si hay muchos o pocos condenados…; me preocupan sus consecuencias prácticas para la vida moral y espiritual de la gente. Pienso que -en el mejor de los casos- no solo no aporta nada, sino que dificulta el empeño moral por mejorar.

Dejando claro que el cristianismo es una llamada a la santidad (es decir, la meta no es zafar del infierno), que el primer mandamiento es el amor a Dios (este es el motor que lleva a la santidad), y que el miedo al infierno no es motivación suficiente para alcanzar la santidad a la que estamos llamados, me permito imaginar algunas consecuencias que la predicación entusiasta del vaciamiento del infierno podría tener.

  1. Da una seguridad en la propia no condenación –ya que sería imposible- que es al menos peligrosa.

En caso de no estar vacío y existir la posibilidad de acabar en él, expone a quienes viven alegremente su teórica imposibilidad de ir al infierno a efectivamente acabar en él.

Es obvio que no me cuidaré para evitar lo que no existe o no hay posibilidad de sufrirlo.

  1. No lleva a evitar el pecado, sino que más bien inclina hacia él.

Mi padre -un sabio «teólogo» de la calle- subrayaba exagerando -casi caricaturizando la situación, podríamos decir- una paradoja. Decía: «antes la gente le tenía miedo a Dios y se portaba bien. Ahora, desde que «descubrieron» que es bueno, se dedican a ofenderlo». Obviamente no se trata de tenerle miedo a Dios, pero contemplar su amor debería llevar a amarlo más, no a abusar de su amor… Debería llevarnos a experimentar su amor, no a alejarnos de Él precisamente porque es bueno.

Si los pecados no tienen consecuencias, ¿para qué evitar lo que me gusta o me conviene aunque contraríe la ley de Dios…?

Haría casi absurdo el martirio: ¿por qué preferir la muerte antes que pecar, si el pecado no tiene consecuencias?

  1. Aleja de los sacramentos.

Los haría casi superfluos, ya que todos se salvan, los reciban o no.

Una vez una adolescente, justificando su falta de práctica religiosa, me dijo: «Padre, a mí Dios no me va a mandar al infierno por no ir a Misa…» Me limité a contestarle, sin entrar en la discusión: «eso no lo sé, lo que sí sé es que con tan poco amor a Dios, no te va a ser fácil entrar en el cielo…»

De modo particular, pierde urgencia la necesidad de «morir con los sacramentos». Los enfermos graves, terminales, moribundos, son privados de la ayuda de la Unción de los enfermos. Esto sucede de hecho: cada vez son más los católicos que mueren sin el consuelo y la ayuda de los sacramentos: la confesión, Unción y Viático, por dejadez de los familiares. Es un tema no menor, ya que siempre se ha dicho –y resulta razonable pensar que es así- que es el momento más importante de la vida y es cuando el demonio ataca con más intensidad para ganarse su presa.

  1. No mueve al amor y crecimiento interior.

Es verdad que el pensamiento del infierno no es, ni debería ser el principal motivo para evitar el pecado… Un sabio sacerdote –ya difunto, el P. Raúl Lanzetti– solía decir que al cielo no se llega corriendo para atrás. Es decir, no es huyendo del infierno como uno llega al cielo. Pero está claro que el santo temor de ir al infierno, no es de poca ayudar en ciertas circunstancias…

  1. La misión evangelizadora pierde sentido, motivación y empuje.

Si el infierno está vació, si todos se salvan… ¿para qué empeñarse en difundir la fe? Porque en ese caso no la necesitarían para salvarse. Sería un esfuerzo casi superfluo, y obviamente no justificaría gastar energías, sacrificios, medios económicos, exponerse al martirio, etc.

Por todo esto, me parece que aquel párroco fan del vaciamiento del infierno, en el mejor de los casos, está perdiendo el tiempo, y haciendo más difícil a sus fieles el crecimiento en el amor a Dios.

P. Eduardo Volpacchio
Córdoba, 1 de febrero de 2021

La fe de los ateos

Dios y las dos preguntas

Xavier Zubiri decía –palabras más, palabras menos– que todos creemos en un Dios, lo que pasa es que no nos ponemos de acuerdo en cuál. La idea es tan provocadora como cierta. Provocadora del porque basta asomarse un poco al mundo para darse cuenta de que hay muchos hombres y mujeres que afirman, sin pestañear, que Dios no existe. Cierta, porque si esas personas lo reflexionasen a fondo se darían cuenta de que su ateísmo va de la mano de una gran fe. Una fe tal vez mayor que la de los creyentes.

Porque la inmensa mayoría de los hombres y mujeres de todos los tiempos que han observado el mundo con sencillez –lo cuál no quiere decir sin pensar–, se ha dado cuenta de que lo más lógico es que exista un Dios que organice este jaleo cósmico y que lo haya guiado hacia ese milagro que llamamos vida. Porque por mucho que quitemos a Dios de en medio, el universo y sus maravillas nos siguen preguntando: ¿a dónde vamos? ¿De dónde venimos? La primera pregunta es más fácil de responder con banalidades: a ninguna parte; a la nada; no se sabe, etc.

Creo que, a la hora de la verdad, cuando la vida apriete, la muerte nos acaricie o, simplemente, cuando tengamos un minuto para pensar, ninguna de esas respuestas nos consolará. Mientras tanto, para los que responden así, basta con no preocuparse demasiado.

La segunda pregunta es más complicada. Las banalidades tienen que ser más sofisticadas. El porqué del universo no puede responderse con un simple “porque sí”. Por eso los ateos se han visto obligados a buscar otras respuestas que les sacien o que, al menos, les tranquilicen

Algunos intentos de respuesta

Por un lado están quienes, para salvar la ínfima probabilidad de la aparición de la vida, dicen que, en realidad, éste no es si no uno de los millones de universos que han existido y que ha sido precisamente en éste donde ha surgido la vida. La idea no está mal, incluso tiene cierto ingenio. Pero es totalmente gratuita e indemostrable. Si escribiésemos un libro al respecto, tendría que ser de ciencia ficción.

Por otro lado están los que, para salvar las apariencias, se agarran al darwinismo como los náufragos de la balsa de medusa en medio de un mar de incongruencias. Hay que reconocer que Darwin tenía algo de razón, pero pretender que el ciego azar sea el creador de la inteligencia humana es como pretender que Rompetechos pintó la Capilla Sixtina.

Existen muchos más intentos de respuesta, pero la mayoría son una variante más o menos manida de los anteriores. El problema de estas afirmaciones es que, al final, requieren de una gran dosis de fe para ser aceptadas. Porque –si creer es aceptar lo que no vemos- creer que la vida ha surgido por la existencia de infinitos –e indemostrables– universos supone un gran acto de fe. Porque creer que la inteligencia es fruto de una casualidad inconsciente es otro gran acto de fe.

Es lo más razonable

Ambos son actos de fe mucho mayores que creer que Dios ha creado, y dirige con sus leyes y con su amor, el universo en el que vivimos. Es verdad que la razón humana no puede decirnos todo sobre Dios. Es más, nos dice muy poco y pretender lo contrario sería muy pretencioso. Pero que Dios existe, está perfectamente a su alcance.

En cambio, creer en el dios azar o en el mito de los infinitos universos parece más práctico. Ninguno de ellos puede reclamarnos la justicia, la coherencia de vida, el amor o el respeto por los demás. Pero tienen un problema: ni respetan la realidad ni respetan la inteligencia humana. Son actos de fe irracionales y nos convierten en seres aislados y egoístas.

Al final –y también al principio– resulta que lo más razonable es creer en Dios. Por eso ya decía Juan Pablo II que la fe y la razón son dos alas que nos elevan a la contemplación de la verdad. El que encuentre a Dios con la razón será capaz de ver el mundo con mucha mayor amplitud y perspectiva, pero sin perder pie en la realidad. El que, además, crea lo que la revelación le dice podrá vivir en plenitud –aunque cueste– y sentirse amado siempre, hasta la eternidad. El que tenga que apostar que no lo dude.

Íñigo Alfaro